Tu perro es
dueño de tu casa
Anthony de Jasay
Abril de 2002
Artículo
original en: http://www.econlib.org/library/Columns/Jasaydog.html
Traducción:
Jaime Luis Zapata, revisado por Jorge Eduardo Castro Colvarán
Noviembre de
2012
Descargar aquí: http://es.scribd.com/doc/112231130/Jasay-Tu-perro-es-dueno-de-tu-casa
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“En
un intercambio voluntario, cada lado ha entregado y recibido la contribución
acordada, las partes están libres. Buscar darles crédito y débito mediante
alegatos putativos de excepcionalidad es contar dos veces.”
¿Sabías
que tu perro es dueño de tu casa, o, más bien, de alguna parte de ella? Si esto
no se te hace inmediatamente obvio entonces te parecerá de una gran ayuda el
considerar algunos aspectos de la ética y la economía de la redistribución.
Tu
perro está alerta, es valiente y un temible defensor de tu propiedad. Hasta
donde sabemos, sin sus servicios habrías sido víctima de robos una y otra vez.
Tus pertenencias se agotarían y la utilidad que derivas de tu hogar sería mucho
más reducida. La diferencia entre el valor actual de tu hogar y su valor desprotegido
es la contribución de tu perro, e igualmente la diferencia entre las utilidades
o satisfacciones correspondientes que recibes de ello. No sabemos la cifra
exacta, pero lo principal es que existe una.
Pero
hay que pensar mucho más para resolver la cuestión de quién es dueño de tu
casa, y de hecho la cuestión acerca de quién es dueño de qué. Si no hubiera
brigada de bomberos, toda la calle podría haber sido incendiada y tu casa ya no
estaría en pie. La brigada de bomberos ha contribuido algo a su valor, y alguna
cifra debe atribuirse a su nombre. No debemos olvidarnos de los servicios,
porque ¿te gustaría vivir en una casa sin agua potable, electricidad y así
sucesivamente? Hay que darles crédito con algún número tentativo. Seguramente,
sin embargo, no puedes simplemente ignorar al constructor que erigió la casa,
al leñador, la fábrica de ladrillos, las obras de cemento y todos los otros
surtidores sin los cuales el constructor no la habría podido erigir. A ellos
también debe reconocérsele su contribución, así esto deba hacerse de una forma burda.
¿Está
bien, no obstante, parar en este nivel primario de contribuciones? ¿No deberíamos
ir más allá de las obras de cemento hasta el constructor que hizo el horno, la
línea de gas que alimentó el fuego, los trabajadores que mantuvieron el proceso
activo? Rastreando las contribuciones cada vez más distantes, nivel tras nivel,
obtenemos una multiplicidad tan compleja como queramos que sea, con una
correspondiente confusión de números que pretende atribuir valores brutos a las
contribuciones. Podemos contarlas hacia los lados así como hacia atrás tan
lejos como la mente pueda ir, empezando con la de tu perro y terminando (si
finalmente pierdes la paciencia y decides parar ahí) con los Padres Fundadores
o Cristóbal Colón.
En
este punto te rindes y dices que tu casa, y cualesquier otras pertenencias de
las que pensabas que eras dueño, en verdad pertenecen a la sociedad en
conjunto, y también las pertenencias de todos los demás. Todos tienen una parte
justa en tus pertenencias y tú tienes una parte justa en las pertenencias de
todos los demás. Solo la sociedad, es decir solo “nosotros” tenemos justo
título para decidir qué tan grande debe ser la medida de la cuota de cada
quien. “Nosotros” somos los justos propietarios de todo, los amos de “nuestro”
universo. En cuanto tales, “nosotros” tenemos el justo título para tomar de
Pedro y darle a Pablo, así como para regular lo que Pedro y Pablo pueden hacer
en lo que se refiere a la producción, el comercio y el consumo.
Una
menos concienzuda versión de este argumento, en vez de darle crédito a todos
por sus contribuciones directas e indirectas a la creación de todo lo valioso,
simplemente afirma que la seguridad de la tenencia de toda propiedad depende de
que la sociedad mantenga el orden público. Sin él, existiría la “ley de las
selva”, y nadie podría disfrutar sus pertenencias. De esto se sigue que es
realmente la sociedad la que te deja tenerla en virtud de una gracia o favor.
La sociedad, esto es, “nosotros”, podemos revocar tal gracia y favor parcial o
totalmente. La propiedad puede ser reasignada entre los beneficiarios de la
gracia según como veamos que se ajuste al interés público, promoviendo la
eficiencia, la igualdad o alguna mezcla juiciosa de ambas.
Las
objeciones a tales argumentos, excepto cuando eran solo protestas de
indignación y enojo, han tendido a ser, en general, algo difíciles y muy a
menudo completamente flojas. La razón es probablemente la gran debilidad
intelectual de nuestras ideas sobre la legitimidad de la propiedad, enraizadas
como están en las condiciones lockeanas acerca de la primera posesión. Una
condición afirma que tú puedes tomar libremente posesión de recursos sin dueño
si se deja para otros lo “suficiente y bastante bueno”. Sin embargo, hay
incontables millones de “otros” hoy a los que debería satisfacérseles en el
sentido de que tomen posesión de cuartas partes de ricos prados o de un pozo de
petróleo localizado al alcance de la mano, pero que ya no pueden encontrar
prados y terrenos de petróleo que no tengan dueño. Incluso si sus bisabuelos
pudieran habido encontrar todavía tales piezas de propiedad sin dueño, es claro
que habrían fallado en la tarea de dejar “lo suficiente y bastante bueno” para
sus descendientes. Bajo esta mal concebida condición (1), todos los títulos originales
son inválidos, por lo tanto todos los títulos presentes y derivados son
defectuosos también. Uno podría también conceder que solo la propiedad
colectiva de todo por “nosotros” es legítima.
Seguramente,
sin embargo, te sientes completamente con el derecho a lo que actualmente
produces –incluso si la tenencia de la propiedad está en discusión. Pues es
difícil aceptar que lo que ganas por el sudor de tu frente es, cuando mucho,
apenas parcialmente tuyo, incluso si esto podría implicar que lo que otros
ganan por el sudor de sus frentes también es parcialmente tuyo. La legitimidad
de los impuestos redistributivos (y, en últimas, no hay de otro tipo) pende de
esto. El argumento modelo es que bajo la completa autarquía, puedes aseverar
que tú eres dueño de lo que produces, pero bajo la división del trabajo las
contribuciones de todos a todo deben ser totalmente tenidas en cuenta. Solo si
tu propio esfuerzo representara totalmente tu aporte podrías afirmar el
resultado como completamente tuyo. De hecho, el ascenso de las políticas
redistributivas, y nuestra creciente aquiescencia con ellas, se explica algunas
veces por la cada vez más amplia extensión de la división del trabajo.
La
contemporánea doctrina redistributiva nos dice, aunque razonablemente, que
ningún resultado es producido nunca por un solo aporte. Porque incluso si haces
algo solamente con tus manos, debes tu capacidad para hacerlo a profesores que
te enseñaron, doctores que te mantuvieron con vida, policías que te protegieron
de malhechores y operadores de supermercado que te alimentaron. Aquí es
precisamente donde llegamos cuando nos dimos cuenta de que tu perro era dueño
de una porción de tu casa. Los resultados actuales y las ganancias actuales
están sujetos al mismo razonamiento acerca de la multiplicidad e
irrastreabilidad de las contribuciones tanto como las pertenencias.
Para
llegar a las profundidades del pensamiento actual sobre la materia, considérese
el siguiente texto: “Un investigador médico puede haber hecho un descubrimiento
de gran valor comercial. Puede haber trabajado terriblemente duro para llegar a
él. Pero incluso ahí, ¿quién lo entrenó? ¿Quién llevó la materia hasta el punto
de que el descubrimiento se hiciese posible? ¿Quién construyó su laboratorio en
el cual él trabajaba? ¿Quién lo administra? ¿Quién lo paga? ¿Quién es
responsable por las instituciones sociales duraderas que presentaran las
oportunidades comerciales? Alguien que astutamente explota el marco social
tiene que agradecer tanto a su inteligencia como al marco.” (2)
***
¿Qué
tan rápido, leyendo el anterior texto, encontraste la crucial falacia
subyacente? Su curso es una mezcla de lo plausible y lo absurdo, y cualquier
lector que se pierda un poco entre el análisis de tales opuestos tiene una
especie de excusa por haber sido confundido. Sin embargo, salir de la confusión
resulta bastante sencillo siempre que nos rehusemos a ser impresionados por la
verborrea y que nos apeguemos obstinadamente
al sentido común, tan difícil como resulte ser a veces frente a la masiva
intimidación que busca entronar la verborrea.
Hay
que reconocer un punto menor y un punto mayor. El punto menor es que el “marco”
no es una persona, natural o jurídica, a la cual se le pueda deber una deuda,
las “instituciones” no actúan, la “sociedad” no tiene mente, voluntad y no hace
contribuciones. Solo las personas hacen estas cosas. Imputar la responsabilidad
y darle crédito por la riqueza acumulada, la producción actual y el bienestar a
entidades que no tienen mente ni voluntad es un sinsentido. Es una variante de
la notoria falacia de la composición.
Una
vez que esto se ha entendido, podemos ir al punto mayor. Todas las
contribuciones de otros a la construcción de tu casa han sido pagadas en cada
eslabón de la cadena de producción. Todas las contribuciones actuales a su
mantenimiento y protección también han sido pagadas. Se ha dado y se está dando
valor por valor recibido, incluso si el “valor” no es siempre dinero y bienes,
pero puede ser algunas veces afecto, lealtad o el cumplimiento del deber. En la
relación de intercambio, un dador es también un receptor, y, por supuesto,
viceversa.
En
un amplio esquema de las cosas, todo esto es parte del sistema universal de
intercambios. Algunos de estos intercambios pueden ser no-voluntarios. Tal es
el caso donde la redistribución, un acto de coerción, toma lugar. Entonces
perdemos el rastro, la medida precisa y la segura reciprocidad de las
contribuciones a la riqueza y al ingreso, pero esta circunstancia puede
difícilmente servir para justificar la propia redistribución que la ha causado.
Sin embargo, donde los intercambios son voluntarios, el rastrear y el medir se
vuelven, en un fuerte sentido, ociosos e irrelevantes. Pues en un intercambio
voluntario, cada lado ha entregado y recibido la contribución acordada, las
partes están libres. Buscar darles crédito y débito mediante alegatos putativos
de excepcionalidad es contar dos veces.
Todo
está servido pues para que el redistribuidor argumente que valor recibido y
valor dado no son necesariamente iguales. Algunas, quizá la mayoría, de las
transacciones son inequitativas, dejando sin resolver alegatos morales que las
políticas de impuesto y redistribución tienen totalmente el derecho de ajustar.
Este es un alegato mucho más débil que el que tendría pagado todo dos veces,
pero sigue siendo efectivo porque tiene un final abierto y está más allá del
alcance de la refutación empírica. ¿Quién puede falsificar la afirmación de que
un intercambio ha favorecido indebidamente a una de las partes, que una de
ellas ha sido “explotada”?
Siempre
es posible afirmar que los intercambios voluntarios son rara vez, si alguna,
equitativos, pues las partes tienen un “poder de negociación” desigual. Este
término resulta muy abierto al abuso, y de hecho se abusa ampliamente de él. Es
tan fácil y tan irrefutable designar una negociación como “desigual” que
resulta dudoso si la expresión es algo más que el dicho del que habla y que
puede ser opuesta irrefutablemente por un dicho contrario. Todo lo que podemos
decir con seguridad de cualquier intercambio voluntario es que cualquier parte
habría preferido entrar en él que no hacerlo. Este es el caso clásico de “si no
está dañado, no lo repares”, pues pocos arreglos sociales tienen una base más
sólida en un acuerdo manifiesto.
Está
mal “repararlo” no porque “funcione” –aunque funcione innegablemente mejor que
otros arreglos “reparados” por los bien intencionados ingenieros sociales. La
socialdemocracia en la Europa de hoy, afligida por el desempleo crónico, y el ayer
del socialismo del paraíso de los trabajadores son ejemplos suficientemente
elocuentes. Pero el argumento decisivo, que detiene a cualquier argumento, en
contra de “repararlo” es bastante diferente y tiene poco que ver con la
propiedad. Tiene todo que ver con el acuerdo.
La
mayoría de las teorías actuales de cómo la sociedad debe trabajar descansan en
alguna idea de acuerdo. Casi invariablemente, sin embargo, el acuerdo es
ficticio, hipotético, uno que sería deducido si todos los hombres tuviesen
igual “poder de negociación”, o viera las cosas a través del mismo “velo” de la
ignorancia o de incertidumbre acerca de su futuro. O sintiera la misma
necesidad de una autoridad central. El contrato social, en todas sus versiones,
es tal vez el mejor conocido de estos supuestos acuerdos. Todos están diseñados
para servir a los puntos de vista normativos de sus inventores y a justificar
el tipo de arreglos sociales que ellos gustarían de ver adoptados. Y sin
embargo el único acuerdo que no es hipotético, supuesto, inventado, es el
sistema de intercambios voluntarios en el que todas las partes dan prueba
visible, objetiva, por medio de sus acciones, de que han encontrado el único
plano común que todos aceptan, si bien a regañadientes, pero sin que nadie sea
forzado a dar algo que tenía a su alcance y que habría preferido. El conjunto
de los intercambios voluntarios, en una palabra, es el único que no impone una
inmoralidad en búsqueda de un objetivo moral.
Notas
(1)
Siendo el mundo físico finito, toda apropiación de tierra, minerales, petróleo,
madera o cualquier recurso por un potencial dueño eleva el riesgo de que un
futuro potencial dueño no encontrará “lo suficiente y bastante bueno” sin
incurrir en más grandes gastos para lograr el hallazgo, si es que lo logra. Se
podría decir que la oferta de recursos sin dueño hoy es inelástica, de ahí que
la condición de dejar lo suficiente y lo bastante bueno no haya sido satisfecha
ayer, y por lo tanto no fue satisfecha el día anterior y el día anterior a
este. La primera posesión bajo dicha condición fue por lo tanto ilegítima
incluso si hubiera satisfecho la otra condición lockeana, el “mezclar el
trabajo” con ella.
(2) James Griffin, Well-Being,
Its Meaning, Measurement and Moral Importance,1986, Oxford, The Clarendon
Press, p. 288.
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