martes, 25 de septiembre de 2012

El Cruce

Por: Jorge Eduardo Castro Corvalán

“¿Abuelito quién se inventó la plaza de mercado?”. Con esa pregunta el pequeño Tulio, Tulito, inició la conversación que todos los domingos tenía con Melchor, el vendedor de granos, padre de su madre y el mejor sillón de siestas que había en la familia.

“La plaza se la inventó un santo, un hombre de paz, tan bueno que ya nadie se acuerda de su nombre. Hace mucho, mucho tiempo, cuándo el ser humano imitaba a los leones y a los lobos”. Respondió el merchante mientras le daba rienda suelta al orgullo de tener un cerebro inquieto entre sus brazos.

“Quizás fue una santa, tampoco podría decirlo, pero seguro tenía ese mismo espíritu libre de tu madre, la mejor herencia de tu abuela”. Tulito jugaba con la oreja izquierda de Melchor, era más blanda que ese borrador que a veces masticaba en el jardín. ¿También sabría a nata?.

“¿Abuelito  y por qué se la inventó?”. El niño había desistido de su tentación culinaria, probablemente si supiera a nata, pero también, probablemente, el mordisco haría que su abuelo cambiara de posición y así, así,  estaban bien.

“Comenzó todo en un cruce de caminos, se encontraron un pescador y un campesino, ambos iban cargados de su trabajo. El uno con tomates, los más amados tomates que unas manos pudieran cultivar, y, el otro, con un bagre largo y grande como las piernas de un caballo. El campesino estaba tomando un descanso todavía le quedaban un par de horas para ir dónde un compadre que le daría unas papas. El pescador hacía mucho tiempo no veía unos tomates tan rojos y jugosos, parecida a esa carne a medio asar que tanto te gusta a ti.” Melchor puso al niño en la mesa, sus muslos que tanto habían caminado se empezaban a dormir y él se había emocionado al recordar.

“El pescador señaló los tomates y el campesino señaló el bagre. El campesino mostró cinco tomates y el pescador un trozo con la cola. El campesino movió la cabeza. El pescador mostró los tomates. El campesino agregó dos. El pescador mostró un trozo más grande. El campesino volvió a mover la cabeza. El pescador sonrió. Y amplió el pedazo. El campesino también sonrió.”

“¿Abuelito pero cómo iba el pescador a cortar el pescado?” Preguntó Tulio.

“El pescador tenía un cuchillo, los pescadores siempre tienen un cuchillo para limpiar el pescado.”  

“¿Y si tenía un cuchillo no era más fácil que le quitara los tomates al campesino?”. Siguió Tulito, con la mirada ansiosa puesta en ese señor mayor que tanto quería.

“No necesariamente más fácil, a veces el que tiene un arma no es el que mejor pelea. Además la gente honrada no piensa en quitarles cosas a los demás. Si el pescador quisiera ganarse la comida quitándole a los demás no se dedicaría a pescar.  La gente honrada piensa en que tiene para intercambiar. ” Melchor respondía sereno pero severo, sabía que la pregunta era formulada sin mala intención, curiosidad quizás por haber oído de algunos malos ejemplos.

 “De pronto apareció el santo…” – continuó el anciano- “… bueno, la santa, para que imagines que es tu madre o tu abuela. Traía naranjas. Dos bolsas grandes con muchas naranjas que acababa de recoger un poco  más allá del rio.”

“¿Y eran dulces?”. Los ojos de Tulito se habían puesto planetarios al pensar en su fruta favorita.

“Muy dulces, tanto que si las hubieran congelado se habrían podido comer como helados”. En la casa sabían que al niño pocas cosas lo alegraban más que los postres. De hecho la abuela tenía como pasatiempo leerle recetas para ver crecer las mejillitas con antojos e ilusiones.

“A mi mamá también le gustan las naranjas”. Dijo Tulito agarrándose las manos como atrapando un aplauso.

“Y al pescador y al campesino también les gustaban. Además había sido un día largo y venía bien un postre. Ambos la miraron, señalaron las naranjas y pusieron sus palmas hacia arriba haciendo el gesto de que tenían las manos vacías. El campesino levantó el pedazo de bagre que ahora tenía y el pescador mostró los tomates. El campesino también levantó los tomates que todavía le quedaban y señaló el camino hacia arriba, el camino que le llevaba al compadre. El pescador puso entre sus brazos el resto de su bagre y lo arrulló como si fuera un bebe. Los dos hombres volvieron a ver las naranjas y sus caras se hicieron tristeza.”

El niño también suspiró, sabía lo que era tener una fruta que quería y no poderla agarrar. Ya le había pasado con un mango que había visto en el árbol del parque. Saltó, saltó, pero el mango estaba arriba, no mucho, por lo menos a cinco años de mayor estatura.

“La santa se rió – continuó Melchor – ella dejó las bolsas en el piso y agarró cinco ramitas que había. Con las ramitas señaló el sol, se señaló a ella y señaló el lugar donde estaba. Luego señaló al sol, señaló al campesino y el lugar donde estaba, lo mismo con el pescador, señaló al sol, a él y al lugar donde estaba. Abrió una de las bolsas y puso cuatro naranjas frente al campesino y cuatro naranjas frente al pescador. El campesino señaló tres tomates y el pescador un pedazo de bagre. La santa le quitó una naranja al pescador. El pescador ahora fue el que se rió, mostró un trozo más grande. La santa volvió a completar las cuatro naranjas en frente de él. Y luego sonriéndole a ambos agarró sus dos bolsas y siguió su viaje.”

“¿Les dio las naranjas y no se llevó nada?” Preguntó Tulio.

“¿Nada?. Ella se llevó la palabra del campesino y el pescador de que se verían cinco días después y que ellos traerían lo que habían pactado. Y así pasó. El campesino y el pescador volvieron, además las naranjas habían resultado más dulces y jugosas que cualquiera que habían probado. Ambos querían llevar muchas más a sus casas, y el campesino además las quería para su compadre, habían traído mucho más para cambiar con la santa. El campesino además de tomates había traído papas y el pescador traía dos bagres. Tan ansiosos estaban por las naranjas que llegaron antes del mediodía. Aprovecharon de nuevo para intercambiar entre ellos, el campesino por medio bagre grande entregó además de tomates varias papas… ”

El anciano interrumpió el relato porque un cliente acababa de preguntar por el maíz para animales, Melchor cogió un puñado del balde amarillo y lo dejo sobre la mesa, y luego otro puñado del balde azul y lo puso al lado del anterior. Un bulto del maíz del balde amarillo fue finalmente la venta. Tulito había recogido los puñados de la mesa y los había vuelto a dejar cada uno en su lugar. Además recibió la paga, a su abuelo le gustaba que el niño se entrenara, le parecía que a Tulito le crecía el pecho y su mirada se hacía más fuerte cuándo pasaba.

“¿Y la santa fue?” De la mano, el pequeño llevaba a ese hombre grande a su silla, y con la ayuda de un banquillo él mismo con sus propias piernas subió sus pocos añitos sobre la mesa.

“Por supuesto que la santa apareció. Ella era la más interesada. Acuérdate que a ella no le habían dado nada por las naranjas que había entregado. Salió detrás del mismo árbol que la vez anterior, con las mismas dos bolsas grandes. El campesino le dio los tres tomates y el pescador el trozo de pescado. La santa puso de nuevo cuatro naranjas frente a cada uno. El campesino con su mano indicó que quería otras cuatro, el pescador hizo lo mismo. La santa se rió. Sacó cuatro naranjas para el campesino y otras cuatro para el pescador. Y los miró. El campesino sacó seis tomates que tenía preparados y el pescador el otro medio bagre grande que le quedaba. La santa movió la cabeza. El campesino y el pescador se miraron asombrados. Ella señaló las papas e indicó que quería cinco y también apuntó al bagre completo. Los dos hombres se pusieron nerviosos, tenían que llevar a sus casas. El campesino había guardado esas cinco papas del trato con el pescador porque eran las que le había pedido su esposa para la casa. Y el pescador tenía visita, un tío que vivía unos kilómetros al oriente había venido con uno de sus primos, por eso quería también más naranjas.”

Tulio se inclinaba sobre su abuelo como queriendo meterse en su cabeza, como queriendo escuchar más de cerca sus palabras. Melchor se había dado cuenta y lo volvió a poner sobre sus piernas.

“La santa se rio de nuevo. Y del piso tomo cinco ramas, señaló al sol, se señaló a ella y señaló el lugar donde estaba. Luego hizo lo mismo con el campesino y el pescador, señaló al sol, a ellos y al lugar donde estaban. El campesino y el pescador se rieron, aceptaron. La santa dejó las dieciséis naranjas frente a ellos y se fue con sus dos bolsas.”

"¿Esta vez también se fue sin nada?”. Interrumpió Tulito.

“¿Nada? Se había llevado la palabra del campesino y del pescador que le pagarían la siguiente oportunidad nueve tomates, cinco papas, un bagre completo y un trozo. ¿Te parece poco?” Replicó Melchor.

“¿Pero y si no le pagaban?” Dijo Tulito.

“¿No te parece que habría sido lo mismo que quitarle las naranjas con el cuchillo?. Nadie los había obligado a aceptar, y ellos eran hombres honrados, si quisieran quitarle la comida a la gente mintiendo no cultivarían ni pescarían.” Volvió a mirar Melchor a su nieto como preguntando en que parte de esa cabecita salían esa clase de preguntas.

Y dejando para otro momento esas reflexiones continuó el viejo: “A los cinco días y antes del mediodía volvieron el campesino y el pescador, esta vez acompañados. El campesino de su compadre el que cultivaba papas y el pescador con su tío que cazaba.  Ambos habían comido las naranjas y querían también para ellos. Fue una sorpresa enorme para todos verse en el cruce. El cazador entregó una paloma por papas y otra por tomates, el cultivador de papas se quedó con un trozo de bagre y el pescador también se llevó dos palomas que cambió por dos pescados pequeños. Y estando en esas apareció la santa con sus dos bolsas de naranjas. El campesino y el pescador entregaron lo pactado la vez anterior. La santa sacó de nuevo cuatro naranjas y las puso en frente de cada uno, del campesino, del pescador, del cultivador de papas y del cazador. El campesino devolvió una naranja y el cazador la pidió, el cultivador pidió tres más y el pescador otras cuatro. Al final solo el campesino no fue señalado para volver en cinco días. Esta vez la santa se fue con sus naranjas, nueve tomates, cinco papas, un bagre completo y un trozo, y la promesa de una paloma, otro bagre completo y siete papas.”

“Definitivamente la santa se parece a mi mamá, ella es muy buena para los negocios”. Se rió Tulito. Y lo era, pensó Melchor, su hija y su esposa tenían unos metros más adelante un comercio de ropa, cada vez más lindo, más grande y más rentable.

“Con el tiempo la noticia de la aparición de la santa con las naranjas llegó a muchos kilómetros del cruce. Y empezaron poco a poco a llegar artesanos, tejedores, panaderos, gente que viajaba desde lejos creyendo que ese día se aparecería la santa. A veces coincidían y a veces no, así que se quedaban esperando, y otros no, si encontraban a otra persona que llegaba un día incorrecto cambiaban lo que tenían y volvían a sus casas esperando tener mejor suerte la próxima vez.”

“¿Pero no era más fácil preguntarle a los que la habían visto cuándo iba a volver?” Preguntó Tulito.

“Si claro, todos los que la habían visto sabían cuándo iba a volver pero a la gente de lejos les llegaba como rumor, y a veces ya habían emprendido el viaje o calculaban mal. Así que poco a poco en el cruce todos los días había alguien dispuesto a cambiar lo que traía. Y fue en ese cruce, dónde se formó la plaza de mercado mi querido Tulito, con los que no llegaban a tiempo, los que venían de lejos, los que podían esperar y los que no.” Le consintió la cabeza y lo acomodó mejor.

“¿Pero entonces la santa no se inventó la plaza?”. Miró a su abuelo con la picardía de quien descubre a un adulto diciendo una palabrita prohibida.

“Si el campesino y el pescador ese primer día hubieran hecho el intercambio y la cosa hubiera quedado así, no habrían tenido que volverse a ver, y ese cruce no habría sido especial. Pero cuando apareció la santa con sus naranjas todo lo complicó y también lo facilitó. Un intercambio entre dos puede ser fácil, pero entre tres ya no. Al confiar en la palabra de los dos hombres y dar un tiempo de espera la santa provocó que las caras largas se convirtieran en caras de satisfacción. Y al tener que regresar con la esperanza de intercambiar, tanto el campesino como el pescador pudieron prepararse mejor. Confirmada su confianza en cada nuevo cambio, se animaron a  invitar a otros, y cada quien pudo tener más.”

“¿Y qué pasó con la santa?”. Preguntó el pequeño mientras miraba las manos de Melchor.

“Dicen que un día la santa llegó pero la gente estaba tan entusiasmada intercambiando unos con otros que nadie lo notó. Dicen que fue donde las personas que le habían dado la palabra y le estaban debiendo cosas y recogió sus compromisos. Dicen que no dejó ninguna naranja más y puso dos bolsas encima de una carreta con todo lo que había recogido y desapareció.”

“¿Carreta?” Dijo Tulito.

“Si, una carreta de buey pero esa es otra historia, la historia de cómo la santa fabricó su carreta. La de hoy es de cómo la santa se inventó la plaza para poder mercar.” Y cogiendo a su nieto en sus brazos se levantó y se lo entregó a la mamá que había aparecido para llevárselo a comer. 



jueves, 20 de septiembre de 2012

Contradicciones del relativismo epistémico


Jaime Luis Zapata


Hoy en día está de moda el relativismo, la idea de que no existen verdades objetivas sobre la belleza, el bien, la justicia, la cultura, etc. En este texto me dedicaré a mencionar algunas contradicciones en que cae o tiene que caer una versión especial de ese relativismo, y que me parece la más importante de todas: el relativismo sobre la verdad o relativismo epistémico.

Podemos definir este relativismo de la forma como lo hace John Searle: “El relativismo es la teoría de que la verdad (o falsedad) de cualquier proposición es siempre relativa a ciertos tipos de actitudes sicológicas de parte de la persona que afirma, cree o de alguna manera juzga la verdad de la proposición.”

De inmediato nos encontramos con un problema. Es imposible, siguiendo el relativismo, dar una definición sobre cualquier cosa, ya que una definición implica una verdad sobre lo que algo es. Una definición del relativismo epistémico implicaría una verdad sobre lo que es el relativismo epistémico; definir este relativismo sería imposible sin a la vez formular un postulado que pretende ser objetivamente verdadero.

El paso siguiente sería afirmar que esa definición es tan válida como la definición que asigna a la verdad un valor objetivo y absoluto, es decir, una definición diferente implicaría afirmar que el relativismo epistémico es todo lo contrario: objetividad; el relativismo epistémico sería tanto considerar a la verdad como un postulado absoluto como considerarla como un postulado relativo, ya que cada quien tendría su definición o “verdad” sobre lo que es el relativismo. Esto es una contradicción evidente, pues una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, y desde que se acepte la posibilidad de la verdad ya se renuncia al relativismo epistémico totalmente. “La verdad es indivisible”, decía Franz Kafka.

Ahora bien, incluso en el caso de que se afirmara que el relativismo es tanto sostener la relatividad de la verdad como al mismo tiempo afirmar su objetividad, dicha afirmación sería ella misma una definición que abarcaría a las dos definiciones previas, una definición sobre lo que es, en todo caso, el relativismo.

Si avanzamos más en este camino podríamos llegar a esta proposición: “la afirmación que dice que el relativismo es sostener al mismo tiempo la relatividad y objetividad de la verdad es igual a la definición que afirma que el relativismo es y no es sostener al mismo tiempo la relatividad y objetividad de la verdad.” A partir de aquí se puede ver que este tipo de discurso daría para entrar en un regreso al infinito, lo cual es una falacia lógica.

John Searle hace una objeción muy importante a este tipo de relativismo. Sostener la relatividad de una afirmación que tenga pretensiones de verdad implica hablar de algo existente, de algo que ya se dio o se está dando. Por ejemplo, si yo digo que “la afirmación ir a pie es más lento que ir en automóvil es una afirmación relativa” estoy ya presuponiendo no solo que existió o existe dicha afirmación, sino que existe algo que llamamos ir en automóvil y algo que llamamos ir a pie, y mal haría en negar algo cuyo nombre hace parte de mi afirmación relativista, y que por tanto, acepto como dado y existente, esto es, el ir en automóvil y el ir a pie. Por esto dice Searle: "Creo que la situación con el relativismo es mucho peor que lo que los relativistas o alguien más han dicho. El problema no es que simplemente no se puede sostener de manera coherente el relativismo, el problema es que si eres un relativista consistente no puedes sostener coherentemente nada."

Por último, la crítica más clásica que se le hace al relativismo es la que se encuentra en Platón y que dice más o menos así: sostener el relativismo en la forma “no existe la verdad” es una contradicción. Si se afirma “la verdad no existe” esto mismo es una verdad, invalidándose así el postulado.

Una consecuencia de este relativismo es que la comunicación se hace imposible. Llegando yo a una verdad no habría razón para que otro la acepte, a menos que dé argumentos de por qué creo que eso sea verdad por lo menos para mí. En este caso podría llegarse a un consenso intersubjetivo, donde los sujetos implicados acepten una proposición de verdad pronunciada por algún otro sujeto. No obstante, si se quisiera comunicar el que estas personas llegaron a un acuerdo, sería imposible llevar a cabo esa comunicación sin al mismo tiempo decir una verdad: la verdad de que se ha llegado a un consenso. Esto, a menos que se quiera pasar a afirmar algo como “llegamos a un consenso de que llegamos a un consenso”; esto es, los sujetos estuvieron de acuerdo en que estuvieron de acuerdo. A esta conclusión se llegaría si se aceptara el subjetivismo de la verdad, es decir que la verdad es producida por los sujetos y no le antecede a ellos. De aquí se deriva otro regreso al infinito.

Otra consecuencia es que se hace imposible, ya que no hay posibilidad de comunicación, que las diversas sociedades aprendan unas de otras para mejorar el bienestar de su población. Elementos como el Estado de Derecho, la propiedad privada, la libertad de expresión, la tecnología o la medicina serían imposibles de adoptar, a menos que uno acepte la verdad respectiva de estos elementos. Seguirían existiendo o incluso proliferarían el chamanismo, la magia, la superstición, los tabúes, etc, ya que este tipo de conocimiento no sería menos digno de verdad que el derivado del método científico.

La única salida a estos dilemas, tautologías y contradicciones del relativismo epistémico, sería, entonces, escribir a lo posmoderno: tratar de obviar que existe algo así como las reglas discursivas entre las cuales la más importante es el principio de no contradicción. De este modo, se elude la responsabilidad frente al examen de la razón, y lo más probable es que termine uno dando clases de deconstrucción o biopolítica en alguna universidad.

Bibliografía
Searle, John. “Refutation of Relativism”. Sin publicar.