lunes, 31 de diciembre de 2012

Aníbal Galindo: El socialismo y la clase obrera


El socialismo y la clase obrera
Aníbal Galindo
Tomado de: Estudios económicos y fiscales (1880). Bogotá, Anif-Colcultura, 1978.

No ha entrado en los planes de la Providencia la idea de una igualdad absoluta que es un mero juego de la fantasía. A las múltiples necesidades del hombre, tal como está organizado, tienen que corresponder forzosamente múltiples y diversas aptitudes para satisfacerlas. Pero si no ha entrado en los planes de la Providencia la idea quimérica de la igualdad, sí ha entrado la de la libertad individual, para conseguir por ella el mayor grado de bienestar en lucha abierta contra el mal. La competencia en esta lucha del trabajo es la consecuencia necesaria del ejercicio de vuestra libertad. Elegid, pues: o la diferencia de remuneración con la libertad, o la igualdad con la servidumbre.

El Trabajador
Carta al señor Adolfo Llanos y Alcaráz, propietario y director de “La Raza Latina” -Nueva York.
Bogotá, 27 de julio de 1880

Muy señor mío: — Hacía mucho tiempo que deseaba retribuir la fineza con que he estado recibiendo de la Dirección, gratis, el hermoso periódico que usted redacta; pero embebecidos, encenagados, esterilizados por decirlo así en los debates y las luchas de esta política incandescente de la raza latina, ni encontraba, ni mi pluma se atrevía a afrontar un tema político o social digno de las columnas de esa hoja, cuando he aquí que usted mismo me lo proporciona con la lectura del artículo de fondo, El Trabajador, del señor Castelar, inserto en el número 1.343 del 8 de mayo último.

¡Cómo es posible! exclamé al terminarla, que el señor Castelar, en cuyos escritos ha resplandecido siempre la idea moral, venga, por una lamentable exaltación de simpatía en favor de las clases populares, a poner al servicio de la utopía socialista la magia de su poderosa palabra, en los momentos en que estas absurdas quimeras salen del campo de la teoría, para convertirse en conjuraciones sangrientas contra el orden social.

El señor Castelar cuenta pocos admiradores más apasionados que yo de su talento y de su ilustración en el mundo de las letras. Yo he aprendido de memoria, a fuerza de leerlas y releerlas, páginas enteras de sus escritos, principalmente las de ese precioso libro “Recuerdos de un viaje a Italia”, donde se encuentra aquella obra maestra de pintura con el pincel de la palabra humana, “La Capilla Sixtina”, y aquel capítulo inmortal, “El Dios del Vaticano”, donde una verdadera inspiración ha vuelto a encontrar acentos proféticos para desenmascarar la impostura y para elevarse al ideal del símbolo cristiano.

Sí, todos sentimos el hálito, todos nos rendimos a la influencia fascinadora de esa palabra mágica, que pasa como un simun cargada de las enseñanzas de la historia, y a la que su autor sabe comunicar todas las inflexiones del sentimiento y del arte; que ora ruge como la tempestad para maldecir el despotismo, ora se entenebrece como el averno para condenar la iniquidad, ora susurra como la brisa para modular cantos de amor, ora reverbera y resplandece como un astro para adorar la libertad y la justicia.

Pero estas dotes de la imaginación, este pincel tan admirablemente adecuado para apasionar las almas, para transmitir a las ideas el fuego de la poesía, para dar al habla humana los encantos de un eterno lirismo, para destacar todas las bellezas del sentimiento y del arte; estas dotes son un instrumento, no solo inadecuado, sino peligroso, para hacer incursiones en el campo de estas ciencias sociales, áridas, prosaicas, donde es preciso que el entendimiento obre sólo, sin perturbaciones de la imaginación, para analizar los hechos y reducir a ecuación las leyes del progreso.

La naturaleza es avara de sus dones, y niega a las inteligencias que se ciernen en la atmósfera de las verdades trascendentes, la facultad de analizar y apreciar bien los fenómenos de estas ciencias subalternas, que se refieren al bienestar material del hombre.

Y esto es lo que ha sucedido al señor Castelar: él no es ni puede ser economista; e impulsado por un noble sentimiento de compasión y de amor hacia las clases menesterosas, ha incurrido, al escribir ese artículo, en errores y faltas graves, que por lo mismo que vienen de él, no pueden dejarse pasar inadvertidos.

Atravesamos una época de prueba para la justificación de las doctrinas liberales, acusadas por los partidos conservadores del mundo, de haber relajado por todas partes los vínculos del deber, de haber engendrado todas estas perturbaciones, todos estos sistemas absurdos de una nivelación quimérica, con su cortejo de desmoralización y de crímenes, que amenazan destruir el orden social, y no debe por lo mismo permitirse que, apoyándose en la autoridad de tan eminente escritor, tome la juventud por axiomas económicos, ni se carguen a la cuenta del liberalismo, las proposiciones asentadas por el señor Castelar en el escrito a que aludimos.

Tengo a la vista el texto inglés del discurso pronunciado por Bakunin en Ginebra, en 1868, considerado por la prensa europea como la mejor exposición del nihilismo, y en él leo lo siguiente:

Vuestra hermosa civilización, caballeros del Occidente, que vosotros enrostráis a los bárbaros del Oriente, está basada en la servidumbre forzosa de la inmensa mayoría de la raza humana, la cual está condenada a una existencia miserable y casi bestial, a fin de que una muy pequeña minoría pueda vivir en la opulencia. Esta monstruosa desigualdad en las condiciones de la vida se debe a vuestro sistema occidental, sistema incapaz de mejoramiento, porque es la consecuencia necesaria de vuestra civilización, fundada en la bien combinada separación que existe entre el trabajo mental y el trabajo manual.

Y por una singular aberración, casi pudiera decirse, por una ironía de la historia, la poesía puesta al servicio de un sentimiento mal comprendido de compasión y de noble interés por las clases trabajadoras, hace proferir a uno de los más conspicuos representantes de la civilización, los mismos conceptos que han salido de boca del odioso tribuno de la barbarie rusa.

El señor Castelar, después de pasar en fulgurante revista las maravillas del progreso, realizadas por el trabajo del hombre sobre la tierra, exclama:

¿Y cuál ha sido la suerte del trabajador que creó ese mundo de maravillas y milagros? Subid al calvario de la historia y lo veréis siempre crucificado. En Oriente, o es paria, o su amarga suerte no se diferencia gran cosa de la suerte del paria; en Grecia, Platón lo sujeta a ciega obediencia; en Roma, ni es poseedor de su vida ni dueño de sus sentimientos. Y esos hombres tenidos en condición de bestias, habían levantado aquellos templos resplandecientes en que se ocultaba la santidad de Brahama, aquellos renombrados palacios en que vivían vida sobrenatural los Baltasares y los Ciros; ellos amontonan las pirámides que alzan su cúspide sobre el mar de las edades; construyeron el Partenón, que encerraba en sus armoniosas líneas el arte griego, y levantaron en sus brazos al Capitolio, sepulcro de la antigua civilización.

Aparte la diferencia de lenguaje, que proviene de la diferencia de sentimientos y de educación, ¿en qué se diferencian económicamente las dos doctrinas?

En nada.

Ambas proceden del error de considerar el trabajo manual si no como superior, cuando menos como igual al trabajo de la inteligencia y al trabajo moral de la previsión, de la energía, del ahorro, de la abnegación y de la constancia que combina y dirige las operaciones de la industria; y por consiguiente en apoyar una teoría socialista que, tomando por patrón de la remuneración el trabajo más grosero, el trabajo del hombre esclavo de la naturaleza, abate y degrada al hombre al nivel de los brutos.

¡Curiosa ciencia social para al ennoblecimiento de la especie, ésta que coloca a Jenner al nivel del mozo que vació la pústula de donde el genio extrajo el precioso virus que hoy preserva a la humanidad de la deformidad y de la muerte; la que coloca a Fulton y a Stephenson al nivel del guarda de estación que cambia las señales o limpia los carriles del camino de hierro; la que coloca a Franklin y a Moorse al nivel del peón que clava el poste que sostiene el hilo misterioso, que ha dado al hombre la ubicuidad del espacio; la que... pero la relación sería interminable; la que coloca al señor Castelar al nivel del tintorero que ayuda a multiplicar las copias de sus escritos inmortales!

Con perdón del señor Castelar, no fueron los canteros, ni los albañiles, ni los cerrajeros, ni los carpinteros los que construyeron el Partenón y el Capitolio, como no son los cajistas de las imprentas de Barcelona o de Madrid los autores de los libros con que el señor Castelar llena el orbe de su fama. No; moral y económicamente construyeron el Partenón y el Capitolio, los artistas divinos que en esas líneas dejaron esculpidos los modelos clásicos de la belleza y del arte.

A la doctrina desconsoladora de la nivelación de las recompensas, rebajada al tipo del trabajo muscular, la ciencia de la economía, basada en el estudio de la naturaleza humana, opone de muy distinta manera las verdaderas leyes del progreso y del ennoblecimiento de nuestra especie. Ella dice al hombre:

No ha entrado en los planes de la Providencia la idea de una igualdad absoluta que es un mero juego de la fantasía. A las múltiples necesidades del hombre, tal como está organizado, tienen que corresponder forzosamente múltiples y diversas aptitudes para satisfacerlas. Pero si no ha entrado en los planes de la Providencia la idea quimérica de la igualdad, sí ha entrado la de la libertad individual, para conseguir por ella el mayor grado de bienestar en lucha abierta contra el mal. La competencia en esta lucha del trabajo es la consecuencia necesaria del ejercicio de vuestra libertad. Elegid, pues: o la diferencia de remuneración con la libertad, o la igualdad con la servidumbre; y la elección no puede ser dudosa. Nadie debe nacer atado, como en el mundo antiguo, al poste de su destino. Todos los caminos, sin privilegios, sin obstáculos artificiales de ninguna clase, deberán abrirse delante de vosotros. Habéis nacido esclavos de la naturaleza y de vuestras necesidades, que por todas partes os cercan y os agobian; pero luchando, observando, combinando, economizando, podréis vencerlas, e ir elevándoos gradualmente del trabajo rudimental, del trabajo muscular, semejante al de la bestia de carga, a las más nobles categorías de ese trabajo de la inteligencia, que arranca con el cambio de dirección de una línea en la mecánica, con la mezcla de dos sustancias en la química, con el cambio de un grado de temperatura en la física, con el poder de una idea, sus más recónditos secretos, sus más poderosas fuerzas, sus más ricos productos a la naturaleza.

Del un lado están, pues, las quimeras socialistas de una nivelación aberrante, que abate al hombre a la condición de bestia de carga; que desprecia su inteligencia, que es su mayor y más poderosa fuerza; que desprecia las facultades morales de la previsión, de la abnegación, de la economía y del sacrificio, que son sus más bellos atributos, y que pretendiendo borrar la noción de la responsabilidad individual en la noción de una responsabilidad colectiva, concluiría, si pudiera, por hacer del hombre el autómata y el esclavo del más degradante servilismo.

Y del otro está la santa ley natural de la libertad y de la responsabilidad individual, que entregando al hombre por suyo todo el campo de la naturaleza, y la plenitud de sus facultades físicas, intelectuales y morales para obrar el bien, señala a la humanidad esa escala del trabajo, de la perseverancia y de la energía, verdadera escala de Jacob, que desciende del cielo a la tierra, para que se eleve por ella al ideal de su destino.

Continúa el señor Castelar:

Abolida hasta sus últimas consecuencias la propiedad feudal; arrancado su patrimonio a la Iglesia; escritos los derechos en la conciencia, las libertades guardadas en el corazón, no parecía sino que de tan gigantesca epopeya, el Aquiles y el Homero, que era el pueblo (?), había de salir feliz con los atributos de su soberanía y los despojos de su victoria. Fuerza es decirlo: no existe ya el esclavo sujeto a la voluntad de su señor, ni el siervo pegado como el pólipo a la dura roca do naciera; pero existe el jornalero, acosado por las exigencias del capital, y desposeído de todo linaje de derechos.

Lo decimos con positiva pena: este lenguaje solo difiere en la belleza literaria, pero no en la amargura de las quejas, ni en la injusticia de las acusaciones, ni en la exageración de la lisonja a las clases populares, del que han usado todos los socialistas, y del que usa Bakunin en el discurso a que antes hemos aludido. Si el señor Castelar apellida a las clases populares los Aquiles y los Homeros, es decir la fuerza, la belleza y la gloria de la humanidad, ¿qué deja para los destellos de la inteligencia y del genio, que son como los luminares del planeta, qué para los desvelos y los sacrificios de la sabiduría, que vive encorvada sobre el gran libro de la naturaleza, arrancando sus secretos a la ciencia?

Nada ciertamente más digno de la meditación del filósofo ni de la atención del hombre de Estado, que el estudio de estos problemas sociales que se relacionan con el mejoramiento de la gran masa de la clase obrera, encorvada bajo el peso de un trabajo abrumador, y muy distante todavía del grado de bienestar y de abundancia a que la ley del progreso debe llevarla; pero es preciso cuidarse de no hacer de este asunto una novela ni de convertir al obrero en héroe de romance. Aparte de la aspiración quimérica de una nivelación social, que se encuentra en el fondo de todas las ideas socialistas, parten también estos sistemas, del error fundamental de considerar el problema del mejoramiento de las clases populares, como aislado, separado e independiente del progreso general de la especie; cuando en realidad todos los hombres que viven del trabajo, cualquiera que sea su categoría, no forman sino una sola clase de operarios, unidos por la indisoluble solidaridad del progreso humano. La verdadera, la legítima, la única fuente sólida y fecunda del mejoramiento de cada clase, es la que se deriva del progreso general de la especie, bajo el imperio de la libertad. Todo lo que no se dirija a buscar el bien económico en las fuentes del progreso, de la libertad, del ahorro y de la Justicia, no puede conducir sino a lo que han conducido las utopías socialistas: a la perturbación de esa armonía, a la violación de los derechos más sagrados de la libertad y de la dignidad natural del hombre, y a retardar el advenimiento de ese grado de bienestar y de abundancia que se solicita para las masas desheredadas de la humanidad.

Pero la marcha del progreso no es un tour de force de la civilización; no es negocio de un día, ni siquiera de un siglo; no es un paseo a la aldea vecina: es la obra lenta, paciente, constante, de generaciones y de siglos.

En vez de mirar impacientemente hacia adelante, debería volverse la vista un poco hacia atrás, para no desfallecer, para tener fe en la acción de la libertad y para no calumniar a la sociedad.

¿Qué tienen de común las masas obreras de nuestro siglo, con los proletarios y los ilotas de la antigüedad? ¿Dónde está el esclavo, dónde está el siervo feudal?

Y en cuanto a satisfacciones, comodidades y bienestar material, ¿en qué puede compararse, en qué se parece la clase obrera de hoy, a esas multitudes de mendigos vestidos de harapos, hacinados en asquerosa promiscuidad y alimentados con fétidas carnes o groseras yerbas, que infestaban los campos y las ciudades en tiempo de las cruzadas, y hasta hace un siglo apenas, antes de que los progresos de la química, de la mecánica y de la industria manufacturera, vinieran a dotarla de los tejidos de algodón, de los muebles, las habitaciones y la alimentación, que hoy confunde a esos obreros con las últimas clases de la bourgeoisie? ¿Quién no ha visto los domingos en las capitales de Europa, principalmente en París, a esta clase obrera, limpia, aseada, bien vestida, llenar los teatros, los paseos, las tabernas y los cafés, llena de animación y de vida? En qué se parece la Francia de hoy, a la Francia de Luis XIV descrita por Vauban en su proyecto de diezmo real, donde se hizo constar, (por lo cual murió Vauban en la desgracia del soberano), que debajo de aquella gualdrapa luciente del despotismo, no había en Francia sino 10.000 familias acomodadas, sobre 22.000.000 de mendigos?

Estos son hechos, no son metáforas.

Pero por mucho que la humanidad progrese, no hay que olvidar que las aspiraciones de una nivelación común y de una perfección absoluta, son, en boca del señor Castelar, meras quimeras, meras ilusiones de generoso corazón, y en boca de los demagogos, meros temas de especulación para saciar su despecho y sus vicios. La igualdad y la perfección absolutas son contrarías a la naturaleza humana. Bastaría para convencerse de ello una sola consideración: que este cielo de las satisfacciones a que el hombre aspira, se retira a medida que se eleva la esfera en que está colocado; que las necesidades crecen con los goces, y que toda satisfacción queda inmediatamente reemplazada por un nuevo deseo.

Todas las religiones, la antigüedad y el cristianismo lo han comprendido así: que el mundo será eternamente el asiento del dolor; lo cual debe confirmar a los hombres serios, a los verdaderos amigos de las clases menesterosas, en el convencimiento de que todos los sistemas que no se apliquen a curar sus males en las fuentes del progreso, de la libertad, del trabajo, de la perseverancia y de la economía, son tan estériles, como falaces y empíricos.

Analizando las relaciones entre el capital y el trabajo, dice el señor Castelar:

Los trabajadores ponen su actividad, su vida, al servicio del capital; y cuando la asociación no existe, la actividad se pierde en el trabajo, la vida en el vacío.

La última parte que descubre un sentimiento de simpatía por la organización de la industria sobre la quimera socialista de la asociación entre el capital y el trabajo, la examinaremos separadamente; la primera no es exacta. Los trabajadores, (comprendiendo como debe comprenderse bajo esta denominación, no sólo a los operarios de un trabajo manual, sino a todos los que concurren con sus facultades industriales a la creación de los productos), no ponen su actividad y su vida al servicio del capital, sino al servicio de sí mismos, en la obra de la producción; tan cierto como que todos ellos reciben su parte por anticipación en la forma de sueldos, salarios o jornales, sin cuidarse de los resultados de esa producción: puede el empresario arruinarse sin que ellos se preocupen ni se afecten por esa desgracia; y si la especulación deja utilidad, el capital entra el último a tomar su parte en las ganancias. Si a la economía política le fuera lícito asumir el tono sentimental del romance, podría decir que esta Compañía en que uno de los socios —el obrero— sólo toma parte en las ganancias y ninguna en las pérdidas, era un pacto aleatorio, leonino e inmoral, que debía modificarse en beneficio del capitalista, concediendo a éste acción civil para el recobro total o parcial de los jornales, en todos los casos de pérdida en la especulación.

Pero la ciencia, basada en la observación de los hechos y en la rigurosa deducción de principios, sostiene, por el contrario, que las cosas están muy bien arregladas de esa manera; que la industria es una especie de milicia, en que el éxito depende de la unidad de acción, con un jefe responsable de sus operaciones; que este jefe es el empresario, al cual debe dejarse en completa libertad para combinar los negocios y para que triunfe o se arruine bajo su responsabilidad; y finalmente que en esta organización, la única natural, la única racional, la única que permite al talento y al genio desplegar todos sus recursos y levantar todo su vuelo, la forma natural, legítima y conveniente del pago del trabajador, es el salario fijo, incondicional e independiente de los resultados de una empresa que él no dirige ni debe dirigir.

Continúa el señor Castelar:

El capital es un elemento productor, pero el trabajo le da vida, forma, movimiento, circulación.

La masa inerte del capital nada produciría sin el aliento que la fatiga arranca al pecho del obrero.

Estas proposiciones son ciertas, pero también lo son sus contrarias, lo que prueba que carecen de importancia en la discusión. También puede decirse:

El trabajo es un elemento productor, pero el capital le da vida, forma, movimiento, circulación.

La masa inerte del trabajo nada produciría sin el aliento que el capital arranca al pecho del obrero.

Dice el señor Castelar:

El capital no es otra cosa que el objeto del trabajo, es el mármol de que Fidias despierta un Dios, es la piedra con que Miguel Ángel levanta el mundo del arte entre la oscuridad de la tierra y los arreboles del cielo.

El capital es el conjunto de materiales y de instrumentos de que se sirve el trabajo; el verdadero objeto del trabajo es la creación de las riquezas para la satisfacción de las necesidades, de donde resulta que el valor del trabajo no se mide por la intensidad de la fatiga, sino por la fecundidad del resultado. Todas las teorías, todos los sistemas económicos que se empeñen en deprimir el capital para enaltecer el trabajo, o viceversa, proceden de un desconocimiento completo de las leyes de la producción. En definitiva el capital no es sino la acumulación, el ahorro del trabajo de ayer, que merece tanto respeto como el trabajo de hoy. La producción es el resultado de la multiplicación de estos factores: capital, industria y agentes naturales; y no hay ciencia que pueda decir cuál de esos tres factores tiene más parte en esa multiplicación.

Solo hay un medio práctico de saber, para los efectos de la remuneración, cuál tiene más parte en el mármol animado por Fidias y en la montaña de piedra convertida por Miguel Ángel “en el poema del catolicismo”, y es el de dejar que funcione en toda su amplitud el principio de libertad, que no es otro que el de la competencia; dejar que capital y trabajo se estrechen en ese campo, y debatan el precio de sus servicios en medio de la libertad.

Ni ha sido más afortunado el señor Castelar en la selección del remedio que él considera como la panacea que ha de curar las miserias de la humanidad y levantar a la clase obrera a grado de prosperidad y de abundancia a donde sólo pueden llevarla los principios:

¿Qué pide, dice, el trabajador, en cambio de sus servicios? Asociación. Como la religión es la unión de las conciencias en Dios, y el Estado la unión de las voluntades en la ley, las asociaciones son la unión de las fuerzas en el trabajo.

Prescindiendo de las comparaciones, que carecen de similitud y de analogía, porque la unión de las voluntades en Dios se verifica en el campo espiritual de las conciencias, sin sacrificio humano de ninguna clase; y en las asociaciones políticas que se llaman Estado, lo primero que los asociados deben sustraer de ellas, es el ejercicio de todas aquellas facultades de uso inocente, que forman el vasto campo de la acción individual; prescindiendo de las comparaciones, decimos, es rigurosamente exacto “que las asociaciones son la unión de las fuerzas en el trabajo”; mas para que esas asociaciones sean fecundas es preciso que sean legítimas: nada vive en el mundo sino por la idea moral; y la base de toda legitimidad en el campo de lo tuyo y de lo mío, es la libertad de las transacciones. Por eso las asociaciones de esa naturaleza, las que reconocen los códigos de comercio de todos los pueblos civilizados -la anónima, la comandita, la regular colectiva — han llenado el mundo con los portentos de su esfuerzo. Son ellas, sin necesidad de emplear una sola metáfora, las que extienden día por día los términos del mundo civilizado a los confines de los más remotos continentes; ellas las que mandan sus numerosas naves, sobre todas las costas y sobre todos los mares, para conducir este inmenso comercio, que hace comunes los dones de la naturaleza entre todos los pueblos de la tierra; ellas las que colectan gota a gota, por medio de las más ingeniosas combinaciones, los incontables millones del capital que alienta y vivifica estas empresas; ellas las que han nivelado la tierra con el camino de hierro, para volar sobra ella con la presteza del viento; ellas las que han descendido al fondo de los mares, para colgar de continente a continente, esos hilos misteriosos que se adelantan al tiempo en alas de la electricidad; ellas las que han dotado a la industria de esos millones de autómatas que se llaman las máquinas, merced a las cuales, la sola industria del tejedor produce anualmente, una cantidad de telas suficiente para tapizar diez veces el camino del sol sobre la tierra.

Pero no suponemos que sea a estas asociaciones libres del capital y de la industria a las que ha querido referirse al señor Castelar; no, él, se ha referido forzosamente a las asociaciones peculiares de la clase obrera, que vamos a examinar:

Son las primeras, las que podemos llamar sociedades de beneficencia o de socorros mutuos, que bajo distintas formas y diversas denominaciones tienen por objeto proveer con un fondo común, formado por medio del pago de cuotas semanales o mensuales, a las necesidades de sus miembros o de sus familias, en caso de muerte, enfermedad, longevidad, pérdida de instrumentos, siniestros o cesación de trabajo. Legítimo, noble, sano objeto, digno de la ayuda de todas las inteligencias que buscan el progreso en la libertad, de todos los corazones generosos y de la ilustrada protección de la ley.

Y sin embargo, la mala fe en unos casos, la falta de conocimientos en otros, de parte de los obreros que intervienen en su dirección, ha conducido a los más lastimosos resultados. Estudiando este asunto, leo en el Economista de Londres de 16 de mayo de 1874, página 587, que la más importante de dichas asociaciones, la llamada “Manchester Unity” que cuenta 426.663 miembros y maneja un fondo anual de ₤ 10.767.840, tenía ese año un déficit de ₤ 1.343.447,10 cual hace proferir al periódico citado, la primera autoridad europea en materias económicas, estos sensibles conceptos:

El resultado, por tanto, es que esta gran sociedad que maneja tanto dinero y afecta tan crecido número de pobres, está absoluta, completamente insolvente. Y no hay razón para suponer que esta sociedad esté peor que las demás; por el contrario, probablemente es la mejor, puesto que es la primera que publica sus cuentas y que examina su situación.

Véase, pues, que no son tanto los medios de ahorrar, cuanto las virtudes que da la educación, lo que más falta hace a la clase obrera, y que es a este punto al que deben dirigirse los esfuerzos de sus verdaderos amigos.

Vienen en seguida las sociedades de alianza o ligas industriales, conocidas con el nombre de “Trade’s Unions”. Estas asociaciones, que tanto ruido han hecho en el mundo en los últimos 25 años, tienen un doble objeto: son sociedades de beneficencia o socorros mutuos, como las llamadas “friendly societies” y son alianzas obreras, que es lo que las caracteriza. Como tales, los tres puntos cardinales de su programa son estos: resistir toda reducción de salario o aumento de horas de trabajo; obtener aumento de salario; y atraer a todos los obreros a la asociación.

Si los miembros de estas asociaciones no apelaran a medios reprobados para conseguir su objeto, habrían estado y estarían en su legítimo derecho, porque, como dice Adam Smith, “la más sagrada de todas las propiedades es ésta que cada uno posee en su propio trabajo”; y como a toda otra propiedad, el dueño de ella está en su perfecto derecho para buscarle, por medios legítimos, el mejor precio en el mercado del mundo. Pero sus armas favoritas han sido hasta hoy la intimidación y la violencia, por lo cual estas sociedades no han podido contar con las simpatías de las gentes honradas, ni de los verdaderos amigos de las clases populares.

La historia de sus violencias ha quedado escrita en sangrientos caracteres en las calles y en las fábricas de Nottingham, de Sheffield y de Manchester. Con efecto, los afiliados proscriben, persiguen y castigan de hecho, con las más execrables violencias, inclusive la muerte: 1º. el jornal por tarea piece work; 2º. la admisión o empleo del trabajo femenil o juvenil en competencia con el del hombre adulto; 3º. los obreros no afiliados; 4º. la importación de trabajo extranjero; 5º. todo aumento de velocidad en el uso de las máquinas o telares -loom-speed; 6º. la introducción de nuevas máquinas, principalmente de las llamadas, labour saving machinery ¿No es ésta todo un programa de barbarie, de violencias y de crímenes? ¿Puede ningún hombre honrado, puede ninguna inteligencia puesta al servicio de la verdad, puede ningún amante del progreso y de la libertad simpatizar con estas asociaciones, mientras ellas persistan en no abandonar el terreno de la violencia?

El señor Castelar puede leer en el interesante libro publicado por Mr. G. Phíllips Bevan, titulado “The Strikes of the last ten years” —Las huelgas de los últimos diez años— presentado a la sociedad de Estadística de Londres el 20 de enero último, (1880), los resultados económicos de dichas huelgas en sus más minuciosos detalles. De ese escrito tomamos los siguientes datos:

El número de huelgas ocurridas entre 1870 y 1879 ascendió a 2.352. Estas huelgas hicieron perder 54.162 días de trabajo; y suponiendo, el cálculo es moderado, que el término medio del número de obreros comprometido en ellas no bajara de 1.000, estimando un jornal con otro a 4 chelines, ($1), la pérdida efectiva no fue de menos de cincuenta millones de pesos.

No será pues a estas asociaciones, tal como están constituidas, sobre el régimen de la intimidación y de la violencia, a las que un hombre como el señor Castelar puede dar el apoyo de sus simpatías, de su palabra ni de su talento.

Vienen en tercero y último lugar, las llamadas sociedades cooperativas, asociaciones de obreros, inventadas o ideadas con el objeto de suprimir de la organización industrial el oficio y la remuneración del empresario.

Pero, ¿quién ignora que nadie se ocupa ya en el mundo científico, ni entre gentes serias, de semejantes asociaciones, que debían conducir necesariamente a lo que conduce toda quimera?

Era la pretensión de suprimir la oligarquía de la cabeza y la aristocracia de la inteligencia en la dirección de las operaciones de la industria. El resultado no podía ser dudoso. El sistema de la nivelación se estrelló contra las leyes eternas de la naturaleza, que se cierran como un anillo de acero sobre todas las utopías: o las asociaciones eran conducidas por gentes igualadas por la ignorancia y sucumbían faltas de dirección, o eran dirigidas por hombres de talento, y entonces estos hombres exigían la remuneración oligárquica correspondiente a la rareza y a la capacidad de sus servicios. No hay término medio.

El sistema quedó juzgado con el ensayo que de él se hizo por el Gobierno provisorio de la República francesa después de la revolución de 1848. La moneda corriente de la época eran las asociaciones de obreros, para poner en planta el sistema cooperativo, para suprimir la oligarquía de la inteligencia en el mundo industrial.

¿Y qué sucedió?

El señor Reybaud en su preciosa obra titulada “Los Economistas”, edición de París de 1862, nos ha conservado, fielmente extractados de los documentos oficiales, los resultados del ensayo.

La Asamblea constituyente votó el 5 de julio de 1848 un préstamo de 3 millones de francos, destinado a auxiliar, bajo la vigilancia del Estado, las asociaciones cooperativas entre obreros solos, o entre patrones y obreros. Esta suma fue inmediatamente distribuida entre 56 asociaciones, de las cuales 30 residían en Paris y 26 en los Departamentos. La mayor parte de los contratos de préstamo tuvo lugar en los primeros meses de 1849; y 18 meses después, a mediados de 1850, el Gobierno se veía obligado a dictar su decreto sobre revocación de préstamos, por el mal estado en que se encontraban las empresas auxiliadas.

Para saber que las leyes económicas se cumplen, lo mismo de éste que del otro lado del Atlántico, oigamos en el original francés, la nota de la página 282, con que concluye el capítulo del libro antes citado. Dice así:

Rien de plus curieux ni de plus significatif que la page d’observations où sont consignés les motifs à raison desquels ces prêts on été révoqués. Loi, c’est un gérant qui emporte la caisse et les registres de la comptabilité; ailleurs, ce sont des infractions multipliées aux statuts. Dans beaoucoup de cas, il n’y a ni travail positif, ni association sérieuse; deux ou trois personnes se partagent les avances du trésor et en disposent pour leurs besoins jusqu’à épuisement. Parfois la société est abandonnée de tous ses membres, et quand on se transporte au siége qu’elle a choisi, il ne s’y trouve personne pour la représenter. En d’autres occassions, il y a dol réel, mauvais emploi de matières ou suppositions de signatures dans les souscriptions d’actions: ici des ouvriers sans gérants, là des gerants sans ouvriers; enfin trois faillites légales, ouvertes ou déclarées, six mois après des versements importants faits par l’administration. Une circonstance est encore à noter pour s’être plusieurs fois reproduite: c’est que des ouvriers eux-mêmes, convaincus de leur impuissance et voyant leurs fonds s’en aller sans profit, ont demandé al’Etat de vouloir bien dissoudre leur société et poocéder le plus tôt possible à une liquidation.

D’après les derniers documents officiels, la liquidation laisserait l’Etat en perte de 1.500.000 francs, sur les 3 millions de prêts faits aux associations d’ouvriers en 1848 et 1849. C’est payer un peu cher une expérience qui n’etait douteuse pour ancun esprit sensé. (1)

Suplicando a usted quiera hacerme el honor de insertar esta carta en las columnas de su ilustrado periódico, soy con perfecta consideración su muy atento servidor.

***

Hasta aquí la carta que apareció en el Diario de Cundinamarca de 28 de julio último; pero no quiero cerrarla para este libro, sin agregarle unas pocas consideraciones, destinadas a delinear, someramente, las fases características y la marcha del progreso general de la especie, en el seno de la libertad individual, del cual es que debe esperarse el mejoramiento de la condición económica, intelectual y moral de las clases populares.

Este progreso es de ayer, porque no ha nacido sino con la aplicación del vapor a la maquinaria de explotación, y principalmente a la locomoción; y ya se ve el cambio prodigioso efectuado en la producción, en las condiciones del trabajo y en la organización de la industria; y se adivina claramente la revolución que ese movimiento va a efectuar en la distribución y en los consumos. Ciego el que no lo ve: lo raro es que no lo vean los que están en Europa, y que lo veamos aquí, desde la América del Sur, a donde no ha llegado.

Las fases características de esta revolución económica son tres: 1º. La accesión de todas las clases, hasta las más ínfimas, a los bienes y comodidades de la riqueza, por el extraordinario incremento de la producción y por la ínfima baratura a que salen los productos fabricados con la ayuda de esos autómatas que trabajan por salarios infinitesimales: la fotografía, la oleografía, la telegrafía, la litografía, la imprenta, la máquina de coser, las máquinas de hilar y tejer el algodón, han puesto al alcance de las últimas clases sociales, comodidades, placeres y fruiciones que eran antes el privilegio de los potentados de la tierra; 2º. La anulación creciente del trabajo muscular, del trabajo de bestia de carga, impuesto al trabajador antes del progreso, y su reemplazo por el trabajo intelectual y moral de la atención y de la vigilancia a que van quedando reducidas las funciones del obrero en el taller moderno. Por todas partes, mutatis mutandi, el carguero pasa a la categoría de guarda o vigía de un camino de hierro. Hasta en el oficio bárbaro de la guerra, la invención de las armas de fuego ha operado este cambio. Las antiguas armas, la clava o maza, hacían inseparable el valor, de la pujanza, de la agilidad y de la fortaleza física. El héroe de Homero no podía ser otro que Aquiles. Hoy el valor físico queda reemplazado por el valor moral; y el héroe de la epopeya moderna puede encerrarse en el más débil, enfermizo y frágil organismo físico; 3º. La dislocación de los grandes centros de población, para buscar el nivel del trabajo y del salario en el mercado del mundo, merced a la rapidez, a las facilidades y a la baratura con que pueden efectuarse los viajes por las modernas vías de comunicación.

La antigüedad no conoció sino la emigración de legiones de bárbaros, que invadían los países civilizados, para establecerse en ellos, después de asesinar una parte de la población y reducir la otra a la esclavitud. Hoy es el exceso de la población industriosa de Europa el que emigra, a razón de 500.000 almas por año, para venir a establecerse pacíficamente en las ciudades y en los desiertos del nuevo mundo. Son los chinos que emigran por millones a todas partes, los que desalojan en su propia casa al robusto yankee, y lo obligan a pedir protección contra la habilidad, la economía, la frugalidad y la paciencia de su rival.

Sin ser profeta, puede anunciarse que dentro de un siglo, que es un día en la marcha de la humanidad, el mundo estará trasformado, la miseria, como lepra social, habrá desaparecido de la tierra, y los sistemas de organización artificial de la sociedad, ahogados por el progreso, se recordarán tan sólo en las bibliotecas, como uno de tantos estrabismos que ha sufrido el juicio del hombre, en su afán por penetrar los arcanos de su destino y adelantarse al fin de su carrera.

Notas
(1) Nada es más curioso ni significativo que la página de observaciones donde son registrados los motivos porque los préstamos han sido revocados. La ley es un administrador que se lleva el efectivo y los registros de la contabilidad; por otro lado, multiplica los delitos en los estatutos. En muchos casos, no hay trabajo positivo ni asociación seria; dos o tres personas se  comparten los anticipos del tesoro y lo disponen para sus necesidades hasta agotarlo. A veces la sociedad es descuidada por todos sus miembros y cuando se lleva al asiento que ella escogió no se encuentra nadie allí para representarla. En otras ocasiones, hay real mal uso de materias o suposiciones de firmas en la suscripción de acciones: aquí obreros sin gerentes, allá gerentes sin obreros; finalmente, tres quiebras legales, abiertas o declaradas, seis meses después de pagos importantes por la administración. Una circunstancia debe tenerse aún en cuenta por ser muchas veces repetida: que los mismos trabajadores, convencidos de su  impotencia y viendo sus fondos irse sin beneficio, solicitan al Estado que tenga a bien disolver su sociedad y proceder lo más pronto posible a una liquidación.

De acuerdo con los últimos documentos oficiales, la liquidación dejará al Estado en pérdida de 1.500.000 francos sobre los 3 millones de préstamos hechos a las asociaciones de obreros en 1848 y 1849. Esto es pagar un poco caro una experiencia que no estaba en duda para ningún espíritu sensato.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Tomás O. Eastman: Esfera de acción del gobierno



ESFERA DE ACCIÓN DEL GOBIERNO


El proteccionismo destruyó, pues, la riqueza con las guerras, con los impuestos, aranceles y aduanas que para sostener la guerra eran necesarios, y con la expulsión de los judíos y los moros: mató el pensamiento, porque le impuso silencio; anonadó la energía nacional, porque acostumbró al pueblo á esperarlo todo del Gobierno, enseñó á los españoles sólo á obedecer, nó á gobernarse, de suerte que bastó un cambio de soberanos para que la Nación que había asombrado al mundo con su grandeza y cuyo poderío había sido objeto de admiración y espanto, se viera convertida en ludibrio de las gentes; y, por último, condenó á España á no existir á los ojos de las demás potencias, sino en tanto que la gobierne un déspota como Felipe II; mas esas despotías son fatales; cierto que, como los grandes incendios, llevan sus resplandores hasta las más apartadas cumbres; pero, también como ellos, sólo dejan en pos de sí escombros y cenizas.

TÓMAS O. EASTMAN.
ENERO-FEBRERO DE 1887.
PUBLICADO EN REVISTA JUDICIAL.
ÓRGANO DEL PODER JUDICIAL DEL ESTADO SOBERANO DE CUNDINAMARCA.

NOTA INTRODUCTORIA DE PROPIEDAD PRIVADA

El texto que aquí se publica tiene varios méritos, el conceptual por supuesto es el primero, la defensa del gobierno limitado y el ataque al proteccionismo son tan contundentes como claros. Sin embargo hay un elemento adicional y es el que el texto fue escrito por el autor para optar a su título de Jurisprudencia cuándo  tenía 22 años de edad. Así que si el texto en cualquier escritor fuera ya una obra importante, haberlo desarrollado en esta etapa temprana de la vida muestra una doble virtud tanto de el autor como de sus maestros. Y por si fuera poco el papel de esa tesis para fundamentar lo que sería una trayectoria coherente intelectualmente al servicio de la libertad desde el sector privado.

Para contextualizar ese aparte biográfico compartimos el siguiente trozo tomado de aquí:

"Jurista, economista, sociólogo y escritor. Descendiente de un ingeniero inmigrante inglés, que llegó al país en 1829. Nació en Marmato, Caldas, en 1865. Llegó a Medellín en 1881, lugar donde desarrollara la mayor parte de su carrera. En 1883 se trasladó a Bogotá a estudiar derecho, en el colegio de Santiago Pérez, el Rosario y el Externado. Luego de dedicarse a negocios particulares, viaja a Europa en 1905. En 1909 es parte del Congreso que pone fin al gobierno de Reyes, para ser nombrado ministro de Hacienda en las administraciones de Ramón González y Carlos E Restrepo. Gerente del Banco de Bogotá y del Hipotecario de Medellín, Eastman rechazó múltiples llamados al servicio público, para dedicarse a sus emprendimientos privados y al cultivo del conocimiento. Muere en 1931."

Ahora si para su estudio, debate y reflexión: 

ESFERA DE ACCIÓN DEL GOBIERNO

La Ciencia Constitucional estudia el modo como debe organizar el Gobierno; pero es claro que necesita, ante todo, averiguar cuál es el objeto de ese Gobierno, qué es lo que él debe ó nó hacer, cuál es su esfera de acción, para adaptar á ese objeto la organización que le dé. Proceder de otro modo, equivaldría á navegar sin brújula.


Parece á primera vista que la cuestión de cuáles son los límites del Gobierno, ha ejercido poca influencia en los asuntos sociales, puesto que sólo de pocos años á esta parte han venido á estudiarla de un modo serio los publicistas; basta, sin embargo, un momento de meditación para ver que ella, con su presencia latente, ha influido, de un modo más o menos directo, en casi todos los sacudimientos que ha experimentado la sociedad. Poco nos detendrá la demostración de esta verdad.

Todo el que conozca la Historia sabe que ella es casi exclusivamente el recuento de las guerras que han agitado á la humanidad; la finalización de una es la señal para el comienzo de la otra, la que termina está enlazada con la que empieza, y todas juntas forman una cadena sin solución de continuidad. De los primeros tiempos, la China, como Grecia, nos cuenta que sólo la  lucha de sus personajes heróicos con los monstruos que la infestaban; contienda fabulosa que denuncia la contienda positiva en que se ve empeñado todo pueblo durante el período de su formación y cuyo resultado es asunto de vida ó de muerte.  De entonces en adelante, y cuando empieza yá su historia (3000 años antes de J.C. , poco más o menos), la vemos en brega constante con un problema económico – el de la población- sin que le den más que alivio pasajero las revoluciones periódicas que dan en tierra con las dinastías que ocupan el trono sucesivamente. La India, como la China, tiene muchos sacudimientos que recordar: si los libros sagrados no refirieran las guerras sangrientas que aseguraron la dominación de los Bracmanes, y las de los Pandúes con los Curúes, para sospechar las perturbaciones que ha sufrido la Península, bastaría la existencia de sus castas y de sus gigantescas construcciones, huellas las primeras de invasiones y conquistas sucesivas, señales la segundas de la tiranía de unos y la servidumbre de otros.

En la historia de Persia apenas caben las guerras de Ciro, que vence á sus más poderosos vecinos; de Cambises, que extiende el imperio persa hasta Egipto; de Dario y Jerjes, que llevan sus ejércitos hasta Europa y llegan á poner en peligro la civilización moderna. En Egipto luchan los nomas, luchan las castas y la Nación invadida, hasta que le llega el turno de ser invasora. A los Estados griegos los ocupan primero las guerras de los tiempos heróicos, luego las guerras médicas, después la del Peloponeso y siempre las revoluciones interiores; si se aquietan un poco, es para dar tiempo a las conquistas de Alejandro. Roma señala los períodos de su historia por la naturaleza de sus contiendas: al principio se defiende de los enemigos exteriores; luego se ve agitada por el debate entre patricios y plebeyos; obtenida la participación de todos en el Gobierno, emprende la conquista del mundo.

En la Edad Media la lucha es de todos contra todos: contra Roma, Alarico y los visigodos; contra Galia, los suevos, los alavos, los vándalos y los borgoñes; contra éstos Ataúlfo y los suyos; Genserico y los vándalos marchan sobre el Adrifa, señorean el Mediterráneo y entran á saco en Roma; Atila y los hunos, que van empujando á cien pueblos más, se arrojan sobre Galia; vencidos en Chalón del Marna, se vuelven contra Roma; Teodorico procura restaurar con los ostrogodos el Imperio de Occidente; Belisario y Heraclio hacen esfuerzos supremos por volver á la vida el de Oriente; los árabes extienden, sable en mano, su dominación del Indo a los Pirineos; las cruzadas de Oriente y las de Occidente, la rivalidad de Inglaterra y Francia, las guerras interiores, las de los turcos y las espantosas correrías de Tamerlán, ensangrientan el resto de la Edad Media.

¿Vendrá la paz con la Moderna? En el Renacimiento hubo apenas una tregua, durante la cual parecen descansar las Naciones para volver con más brío á la pelea en las guerras religiosas; concluídas éstas con la paz de Westfalia, vienen las de Luis XIV, las de Federico II y las de la Revolución Francesa. El siglo XIX las tiene en abundancia: díganlo, si nó, Napoleón, la Santa Alianza, las intervenciones, la unificación de Italia, la de Alemania y la guerra de secesión; y, para no ir más lejos, ¿no estamos oyendo todavía el cañoneo franco-prusiano?

Claro que se ve, pues, que es constante la guerra de los pueblos entre sí y de éstos con sus gobiernos; es evidente también que á ella la preside, como ley suprema, el instinto de conservación; cuando un pueblo se ve amenazado de muerte física, porque escasean los medios de subsistencia, como sucedió a los hunos en los primeros siglos de nuestra era; o de muerte moral, porque el Gobierno lo tiraniza, como aconteció á los ingleses en el siglo XVII; ó cuando siente á un tiempo mismo los males de la escasez y los de la tiranía, como sucedió a los franceses el siglo pasado, es cuando emprende las conquistas de los primeros ó las revoluciones los segundos y terceros. Sólo una causa tan poderosa es capaz de mover á todo un pueblo. ¿Por qué esas luchas de límites entre las naciones? Porque el natural crecimiento las hace necesaria una extensión mayor de territorio: las ahoga el exceso de población, quieren darle salida sin que esa merma debilitándolas, las ponga á la merced de los más fuertes, y eso sólo lo consiguen haciendo retroceder sus fronteras. ¿Por qué esas luchas de equilibrio? Porque en el estado actual del Derecho Internacional es peligroso para las Naciones el crecimiento exagerado de cualquiera de ellas. Veamos, pues, que el instinto de conservación es en todas partes el promotor de la lucha por la vida.

¿Será que ese instinto es en el hombre esencialmente revolucionario, esencialmente destructor? Error sería creerlo cuando él es también el aguijón que tenemos para trabajar y es él quien ha obrado las maravillas de la civilización moderna. Si los pueblos luchan, es porque sienten malestar y consiguiente deseo de una situación mejor; si el instinto de conservación ha producido guerras, es porque él ha tenido que preservar por ese medio á la sociedad contra los agentes destructores que la amenazan.

Ahora bien: esos agentes destructores pueden reducirse á dos, según puede colegirse de lo dicho atrás; en primer lugar, la escasez de los medios de subsistencia, que lanza a unos pueblos contra otros, como nos muestra la irrupción de los bárbaros, y que arma á las clases inferiores contra el Gobierno ó contra las clases superiores ó contra uno y otras a la vez, como nos enseña hoy el nihilismo en Europa; y en segundo lugar, la opresión, que es el motivo permanente de las guerras civiles, según nos lo indica la historia de todas las Repúblicas latino-americanas.

En la mayor parte de los casos, casi pudiéramos decir que en todos, el primer agente destructor es hijo del mal Gobierno; pues si bien es cierto que la escasez demuestra generalmente otras causas inmediatas, basta un ligero examen para ver que ella reconoce al mal Gobierno como causa mediata. Hay hambre en China, por ejemplo; preguntamos cuál es su causa, y nos contestan que la pérdida de una cosecha de arroz y lo denso de la población; pero el hecho es que todos los días se pierden las cosechas en otros países cuya población es tan densa como la de China, sin que eso produzca hambre, lo cual demuestra que otra es la causa; y así es en efecto: el Gobierno ha aislado á esa Nación del concierto de los pueblos y la ha reducido á lo que ella sola puede producir; crece la población hasta donde lo permite eso que ella produce; se equilibran de tal modo la producción y el consumo, que es suficiente la más pequeña disminución en la primera para que las clases pobres se encuentren privadas de los artículos de primera necesidad y venga la guerra como consecuencia natural.

Cuando sobreviene el hambre en Irlanda y mata millón y medio ó dos millones de individuos, no es sencillamente por la pérdida de una cosecha de papas o de cebada; el hambre es producida por las vinculaciones, que dan el irritante espectáculo de poblaciones enteras que se mueren de inanición, porque no tienen en dónde trabajar, al lado de grandes extensiones de terreno cuyos bosques son cuidadosamente conservados para que los lores ingleses tengan donde cazar.  Por más causas que se le atribuyan al campesino, él no reconoce otra que la enorme desproporción que hay en el modo como está repartida la riqueza en Europa; desproporción proveniente de los privilegios que tiene ó ha tenido la nobleza.

Aun respecto de los pueblos que no tienen historia, tales como los bárbaros que conmovieron el continente europeo y el asiático, en siglos pasados, es de suponer que no se habían visto hambreados, si ellos hubieran podido desarrollar, bajo la acción vivificadora de la seguridad, las cualidades de progreso que posee la especie humana en todos los lugares y en todos los tiempos. El mal Gobierno es, pues, causa, más o menos directa, del primer agente destructor.

En cuanto al segundo –la opresión- salta á la vista que él es fruto desdichado del Gobierno malo, especialmente al tratarse de las Naciones occidentales, donde por suerte no existen castas; y aun tratándose de las que las tienen, el principio es verdadero, puesto que los intereses del Gobierno y los de las castas gobernantes se confunden.

Conocidos yá los males del Gobierno malo, ocurre ahora preguntar cuándo lo es: es malo, ó cuando no hace todo lo que debiera, ó cuando hace lo que no debe, ó cuando incurre en ambas faltas á la vez; pero es claro que éste es el problema de los límites del Gobierno, de su esfera de acción.
Se ve, pues, que en el fondo la mayor parte de las guerras, inmediatamente si son civiles, mediatamente si son internacionales, está la cuestión de cuáles deben ser los límites del Gobierno; porque los abusos de éste, es decir, sus extralimitaciones, son las causas más comunes de la guerra. Esto nos demuestra la importancia del problema que estudiamos.

Para resolverlo, debemos empezar por averiguar, como cuestión previa, cuál es el fundamento del Gobierno; pues de ese fundamento, de esa razón de ser, ha de desprenderse naturalmente la resolución que buscamos.

El hombre tiene un sin número de necesidades, y á satisfacerlas lo empujan el instinto de conservación y todas las sanciones naturales: para vivir tiene que satisfacer las necesidades físicas; para progresar tiene que satisfacer las morales é intelectuales.

Si en el globo terrestre no hubiera más que un solo hombre, su radio de acción no tendría otro límite que el globo mismo, pues que todo lo que éste encierra estaría á su disposición para que con ello satisficiera sus necesidades; pero es el caso que en el mundo hay muchos hombres, sujetos todos á necesidades y reducidos á satisfacerlas con lo que en él existe. Si los medios de subsistencia fueran tan abundantes que, como las aguas de los mares, alcanzaran para todos, no habría dificultad ninguna; pero esos medios existen en cantidad limitada y tienden á crecer sólo en proporción aritmética, al paso que la especie humana, como toda especie viviente, tiende á crecer en proporción geométrica, y que en cada individuo, después de satisfechas unas necesidades, tienden á nacer otras nuevas y á hacerse más exigentes las que ya existían. No alcanzando, pues, los medios de subsistencia para que todos satisfagan plenamente sus necesidades, es claro que entre los hombres ha de empeñarse la lucha por la vida, en forma en que existe entre los otros seres, esto es, en su forma material.

Tratándose de los irracionales, esta forma es la mejor que puede darse, tanto porque ellos carecen de facultades propias para luchar de otro modo, como porque ella produce la selección natural en las cualidades más excelentes respecto de ellos – fuerza muscular, agilidad, etc. Tratándose del hombre, no podemos sentar el mismo principio, porque él posee facultades de orden más elevado, que, por no poderse ejercitar, desaparecerían de esa refriega brutal, y que lo ponen en aptitud de dar cumplimiento de un modo también más elevado y más conforme con su naturaleza, á las ineludibles cuanto fecundas leyes de la lucha por la vida y la selección natural.

En efecto: el hombre es sociable, y la asociación le produce ventajas incalculables, porque ella hace posible la división del trabajo; verdadera palanca de Arquímedes que, aprovechando todas las aptitudes, dando destreza y rapidez al obrero, ahorrando tiempo y capitales y abriendo plaza á la febril actividad de las máquinas, centuplica la potencia productiva de los elementos que concurren á la creación de la riqueza, da verdadera vida al cambio, que es fecundo y civilizador, y hace posibles el ahorro y la capitalización;  los cuales á su vez, facilitando la sustitución de la fuerza humana por la del capital y facilitando el estudio, emancipan el cuerpo del yugo que le impone un trabajo agobiador, y emancipan el alma del yugo que le imponen la preocupación y la ignorancia.

La asociación completa, pues, al hombre, porque con ella puede satisfacer plenamente sus necesidades, poner en ejercicio todas sus facultades, en una palabra, vivir y progresar. ¿Qué sería de él aislado? Se vería obligado á arrastrar la existencia miserable del salvaje y á sostener solo una lucha constante y desigual contra la naturaleza y contra los demás hombres. Es evidente, por tanto, la necesidad de la asociación. Esta, sin embargo, es imposible sin un poder que contenga á cada cual dentro de límites razonables é impida que todos se vayan á las manos: ese poder es el Gobierno.

Como se ve, él resulta de la naturaleza misma, es producto natural del modo como está organizado el hombre; y eso nos explica el hecho de que exista un Gobierno, por rudimentario que sea, donde quiera que hay un grupo de individuos de la especie humana, á tiempo que nos da el criterio para determinar lo que él debe hacer ó no hacer.

El hombre tiene, pues, en sí todo lo que necesita para vivir y progresar, menos la seguridad: tiene el vivo acicate de la sensibilidad, que lo incita día y noche á satisfacer sus necesidades, que lo aguija á todas horas y con tal vehemencia, que por él hace innumerables cosas á las cuales no serían capaces de inducirlo todos los argumentos y consejos del mundo; está dotado de una inteligencia poderosa, que lo multiplica, á la manera que la palanca multiplica las fuerzas en mecánica; su configuración corporal lo habilita para hacer todo lo que la inteligencia le sugiere; es sociable, y con la asociación consigue todo lo que él solo no podría. La seguridad es lo único que le falta, sin que á dársela sean poderosas ni la sensibilidad, ni la inteligencia, ni las aptitudes corporales, ni la asociación, que al contrario la supone; y la razón de esto es clara: un individuo sólo estará seguro cuando los otros individuos respeten sus derechos, cosa que depende de esos otros, nó de él, y que, por tanto, no puede llevar consigo, como siempre la inteligencia, la sensibilidad, etc. ¿Cuál es, pues, la entidad que debe darle al hombre esa seguridad que le falta y que le es indispensable? Ya lo vimos – el Gobierno. ¿Cuál es el objeto del Gobierno? La pregunta está ya implícitamente contestada: su objeto no es otro que dar seguridad, esto es, garantizar los derechos de todos, impidiendo que los individuos se dañen unos á otros y que vuelva á trabarse la lucha por la vida en su forma material.

De lo expuesto se deduce que todos los actos gubernativos que vayan dirigidos á otra cosa que á dar seguridad, están fuera del objeto que la naturaleza de las cosas asigna al Gobierno. Esta sola consideración sería suficiente para que él debiera abstenerse de semejantes actos; pero no es eso sólo: ellos son, en la mayor parte de los casos, contrarios á ese objeto y siempre perjudiciales á la sociedad, como vamos á verlo.

La misma importancia que tiene para todos la seguridad, es razón para que ella deba ser lo más completa que quepa en lo posible; y el único medio que esto suceda es el de que el Gobierno se dedique exclusivamente á la aseguración de los derechos, porque todo lo que lo distraiga de esa tarea va en detrimento de ella. El territorio de las naciones modernas no es tan reducido como el de los antiguo Estados griegos; su población es numerosa; su industria muy desarrollada; sus relaciones interiores y exteriores son complicadísimas; todos los días se verifican transacciones y se efectúan actos que dan nacimientos á derechos y obligaciones; el aumento de la riqueza de la población hace frecuentes los ataques á la persona y  á la propiedad: hoy son muchos los lugares, personas, actos y cosas á que debe extenderse la acción aseguradora del Gobierno. Para atender á todos, tiene que estar dotado de una organización complicada y costosa; ¿qué será si á las cosas que él por su naturaleza tiene que hacer les agregamos otras tan laboriosas como la tarea de empresario, propagandista o curador? Además de los males que eso causa  á la sociedad, como más adelante veremos, los causa también al Gobierno: la acción de éste se embaraza y desvirtúa, se vuelven contra él los disgustos resultantes de sus malos servicios  surgen resoluciones que vienen á aumentar sus dificultades.

Dijimos poco há que el recargo de funciones embaraza la acción del Gobierno. Esto resulta no sólo de la complicación que tiene que producirse en todo, sino también la resistencia que encuentra la acción del Ejecutivo en ese cuerpo numeroso y organizado de funcionarios que es preciso emplear en caso supuesto. Resistencia natural la encuentra siempre por el número de empleados y por la ausencia, en cada uno de ellos, de interés personal, puesto que se trata de asuntos que no son suyos directamente; resistencia calculada cuando se trata de medidas contrarias á los intereses de ese cuerpo, esto es, siempre que se trata de poner remedio al mal simplificando la organización del Gobierno, porque eso hace perder su colocación á muchos. A producir resistencia contribuye el hecho de que, como el Gobierno dispone de los destinos más importantes, á hacer parte de él aspira lo mejor de la sociedad; lo cual, además de privar á la industria de los individuos más inteligentes de la Nación, es causa de que, al amparo de ese estado de cosas, nazcan y se desarrollen multiplicados intereses, que luego han de oponerse á toda reforma que pudiera dañarlos. “Tal es la triste situación del imperio ruso, según lo persuaden las relaciones de los que han tenido ocasión de observarla. El mismo Czar carece de poder contra el cuerpo de funcionarios: puede mandar para Siberia á cada uno de sus miembros, pero es incapaz de gobernar sin ellos ó contra la volutnad de ellos, porque pueden siempre oponer un veto tácito á sus decretos, sencillamente con abstenerse de ejecutarlos.”[1]

Fácilmente se comprende que , siendo indispensable el Gobierno para la sociedad, según lo vimos yá, todo lo que lo dañe a él es causa para ella de todos los males que aparejan la inseguridad y la guerra. Los males que el proteccionismo infiere al Gobierno directamente, son, pues, males inferidos indirectamente á la sociedad. Aun en el supuesto de que no fueran otros los inconvenientes del sistema protector, ellos serían bastantes para que debiéramos condenarlo; pero es excusada la suposición cuando es larguísima la lista de los males que dicho sistema causa a la sociedad directamente.

Para verlo, consideraremos el proteccionismo respecto de la industria y respecto del pensamiento. Nos concretaremos á esos dos puntos, así porque á ellos con especialidad se pretende aplicarles el sistema, como porque lo que digamos al tratarlos es aplicable, con pequeñas diferencias, á la protección de cualquiera otra cosa: de las costumbres, por ejemplo.

Se trata de una industria cualquiera, la de papel, verbigracia, y quiere el Gobierno protegerla. Para ello tiene que recurrir á uno de los expedientes que siguen, ó á otro semejante: ó prohíbe en absoluto la importación, á fin de que el nacional no tenga competencia y pueda venderse caro, ó grava al extranjero con derechos muy subidos, á fin de que valga mucho y sea, por tanto, poco solicitado; ó concede á los productores nacionales primas que les permitan dar barato su papel si que por eso pierdan. El resultado inmediato del segundo medio es igual al del primero: la no importación; porque nadie, á menos que esté loco, se pondrá á introducir un artículo que ha de costarle mucho, cuando en el país puede conseguirse más barato. No habiendo importación, los productores nacionales no tienen competencia y pueden ponerle á su papel el precio que les parezca, sin otra limitación que los recursos de los compradores, y lo apremiante de la necesidad de papel.

Todo productor, sea individuo ó Nación, tiene interés en vender sus artículos lo más pronto posible; para conseguirlo  (siempre que haya otros productores del mismo artículo), procura darlos más baratos y de mejor calidad que los demás;  eso que le sucede á uno les sucede á todos; de manera que cuando éste le rebaja á su papel diez centavos en la resma, por ejemplo, ese procura rebajarle quince, aquél diez y ocho, y así sucesivamente. Lo mismo que en el precio se verifica en la calidad. El resultado es que el papel va mejorando y abaratándose hasta equilibrarse el precio con los gastos de producción. Lo contrario sucede cuando no hay competencia: cuando este productor mejoró su papel ó le rebajó diez centavos en cada resma, lo hizo, nó por liberalidad, sino porque quería que á él le comprarán de preferencia; no habiendo otros á quienes puedan preferir los compradores, es claro que ya no tiene por qué rebajar el precio ni mejorar la calidad, pues que á él tienen que comprarle todos los que necesiten papel. Eso será causa de que los productores, que son poquísimos en comparación de los consumidores, ganen mucho con poco trabajo; pero es causa también de que la Nación entera, que es la consumidora, tenga que dar mucho por muy malos artículos, y es causa de que, empeorando el papel nacional, sea más difícil sostener la competencia del extranjero, de que se fortalezcan las razones alegadas en pro de la protección y se retarde el advenimiento de la libertad comercial, único medio eficaz de conseguirlo todo bueno y barato.

La concesión de prima ó subsidios á los productores nacionales es también una expoliación, y expoliación sin disfraz: equivale á quitarles á unos para darles á otros. El Gobierno no tiene otra fuente de recursos que las contribuciones de los asociados; todo gasto que él hace sale de la bolsa de los contribuyentes; cuando concede una prima á los productores de papel (y todo lo que decimos de esta industria es rigorosamente aplicable á las demás), lo que hace en realidad es gravar á los asociados para favorecer á los protegidos.

El proteccionismo industrial se basa en el error económico de que es conveniente aclimatar en el país determinadas industrias. Error decimos, porque la industria que no puede sostenerse por sí sola es forzada y perjudicial. Cada país, como cada individuo, posee condiciones especiales que lo hacen más apto para unas cosas que para otras: Inglaterra tendrá que ser marina y manufacturera por su situación insular y por la aridez de su suelo; las Naciones que, como el Brasil y la India, están dotadas de climas ardientes y territorios extensos y regados por ríos caudalosos, se dedicarán á la agricultura, y así de las demás. Los ingleses verán ellos que no deben cultivar el café, tabaco ni caña de azúcar, porque, dado caso que el clima de Inglaterra no lo hiciera imposible, después de obtenidos esos artículos, como habría costado mucho su producción, no podrían resistir la competencia de los de la India ó el Brasil, donde se dan casi por sí solas. Los indios y los brasileros verán al contrario, que por la fertilidad de  sus campos obtiene mayor rendimientos en la agricultura que en las manufacturas ó en el comercio. Cada cual producirá en mayor cantidad y de mejor calidad aquello para que sea más apto; luego por el cambio se proporcionará lo que él no puede producir; y lo conseguirá barato y bueno, porque eso le viene de países aptos para producirlo y porque la competencia universal le asegura la comunión en gratuitidad de los elementos naturales. El hecho de que los nacionales no acometan la explotación de una industria determinada, cuando el interés personal los impele á todo lo que pudiera darles lucro, demuestra por sí solo que esa industria no es conveniente para el país, y que si el Gobierno da en proteger su implantación, no hará otra cosa que turbar la acción de las leyes naturales. Esas leyes son, por otra parte, bastante perfectas para que dejemos á su cargo la tarea de hacer progresar la especie humana; son bastante armónicas para que nos abstengamos de imponer á su acción una disciplina facticia que lo contraría en vez de ayudarla; son bastante sabias para convertir en equilibrio real el choque aparente de intereses y para hacer que el mundo moral, como el físico, gire en concertado movimiento.

Al tratarse del pensamiento, sostienen muchos el proteccionismo con más calor aún que al tratarse de la industria; y apoyan sus opiniones con argumentos especiosos, tales como la conservación de la fe, la moral y aun la sociedad, que, en su concepto, peligrarían si el Gobierno no encargara de mantener á raya la herejía política o religiosa. “ ¿Qué sería, dice, de la sociedad, si permitiéramos la propagación impune de doctrinas subversivas del orden político, moral ó religioso? El edificio social quedaría minado, vacilaría y tendría que venir á tierra; los hombres, sin freno alguno que los sujetara, expoliados por sus mal contenidas pasiones y tocados de locura, se lanzarían en una lucha sangrienta que terminaría por el aniquilamiento de todos.”

Esta argumentación supone cosas muy curiosas: en primer lugar, que la sociedad está compuesta de idiotas o bellacos, ó de unos y otros á la vez; porque ¿quién que no sea idiota ó perverso, desoirá la voz de los que refutan un error?  Y no se diga que las clases ignorantes no leen ni entienden los argumentos que se pongan para desvanecer los errores; porque si no leen ni entienden los argumentos buenos, tampoco leerán ni entenderán los argumentos malos. Replicarán tal vez que para obrar mal basta una sugestión verbal imprudente, sin que haya necesidad de leer lo que se escriba en pro de la mala conducta y sin que sea preciso entenderlo, pues que, al contrario, lo que se necesita es no hacerse cargo de ello. Este razonamiento da por sentado que el hombre está naturalmente inclinado al delito lo cuál constituye una aserción gratuita porque en la sociedad los delincuentes son las excepciones; absurda , porque esa inclinación es incompatible con la naturaleza sociable del hombre, y en ningún sér pueden coexistir condiciones inarmónicas sin que el sér perezca. La argumentación a favor de la protección del pensamiento supone, además, que la sociedad, á pesar de estar compuesta de idiotas y perversos, ha alcanzado el más alto grado posible de sabiduría y moralidad; porque sólo siendo completamente sabio y moral el orden de cosas existente, se podría tachar de falso é inmoral todo lo que se dijera de nuevo sobre ese orden de cosas; pretensión de infalibilidad que es absurda hasta lo sumo y que no dejará de existir porque la inmunidad contra los ataques de la opinión se limita á ciertos principios que se miran como fundamentales é incontrovertibles.

(Concluirá.)

(Conclusión)

Pasemos ahora á considerar cada una de las situaciones en que puede encontrarse una nueva doctrina. [2] En primer lugar, puede ser verdadera. Por convencido que esté uno de la exactitud de sus opiniones, no puede, sin darlas de infalible, y sin exponerse á incurrir en un lamentable error, negar la posibilidad que hay de que sea verdadera la opinión contraria. La Historia suministra numerosos ejemplos de oposición honrada á doctrinas que á la posterioridad habrían de parecer inconcusas: los griegos que hicieron beber la cicuta a Sócrates, y los judíos que crucificaron á Jesús, estaban plenamente convencidos de que los innovadores inmolados venían á desquiciar la sociedad, á suprimir la moral y á aniquilar la religión; el mismo Marco Aurelio, sabio y piadoso, perseguía á los cristianos en el convencimiento de que con ello ponía coto á una religión subversiva del orden social y ofensiva para los dioses.  ¿Dónde hallar motivos más calificados para persecuciones tan absurdas?

Supongamos ahora que la nueva doctrina sea absolutamente falsa (suposición indulgente, no sólo porque falta juez que decida, sino porque en el cerebro humano no cabe lo absolutamente falso); aun entonces debe dejarse entera libertad para que sea discutida, porque de ese modo podrá ser rebatida y tendrá que morir, sin que á sostenerla venga la condición de mártir en que la colocaría la persecución. Hay, empero, otra razón más poderosa para que deba permitirse la discusión libre de toda falsa doctrina; y es que eso sirve para dar vigor á las doctrinas sanas. Ninguna noción, en moral especialmente, por exacta y fecunda que sea, ejerce verdadera influencia en la conducta de los hombres sino cuando se poseen de ella, cuando la sienten, digámoslo así, cuando han llegado á medir su alcance y á tomarla á serio; y el único medio de conseguirlo es la discusión libre y completa, porque sólo discutiendo ú oyendo discutir es posible que ellos estimen en su verdadero valor los argumentos que sostienen esa noción, y que ella, impresionando el ánimo, influya en la conducta. La letra con sangre entra, dice un aforismo; y esto, que es falso al tratarse de las lecciones de la escuela, es verdadero al tratarse de las lecciones de la experiencia; sólo el que ha sufrido los resultados de la imprevisión, por ejemplo, es capaz de hacerse cargo de la sabiduría que encierran los consejos de los que quieren hacernos previsores; ¿y eso por qué? Porque no basta que nos digan y nos repitan que la imprevisión es perjudicial; es preciso que nos lo hagan patente, que nos impresionen el ánimo con esa verdad, que nos la asimilemos. La discusión hace con las verdades científicas lo que la experiencia con las comunes de la vida diaria. Por esa sola consideración debería dejarse entera libertad de discutir toda doctrina, aun habiendo cabal seguridad de que es falsa.

Supongamos ahora que la nueva idea es (así sucede en noventa y nueve veces sobre ciento) verdadera en parte y en parte falsa. Impedir entonces la discusión, equivale á privar á la humanidad de esa parte de verdad; mejor dicho, equivale á impedir que la humanidad progrese, porque ella no avanza en línea recta: todo conocimiento que adquiere viene en un principio inficionado de error, y solo con el tiempo, la discusión y la experiencia llega á depurarse lo suficiente para poder entrar á formar parte de ese cúmulo de conocimientos generalmente recibidos que una generación transmite á otra como depósito sagrado.

El proteccionismo se opone al progreso, no sólo matando las verdades ya nacidas, como acabamos de verlo, sino impidiendo que nazcan otras nuevas. En efecto, los más poderosos medios de progreso con que contaba la sociedad antigua eran las conquistas, las revoluciones políticas y las revoluciones religiosas. Con las falanges de Alejandro fue la civilización griega á Egipto y al Asia Menor; con las legiones de Roma viajó la civilización romana por todo el mundo entonces conocido; la lucha entre eupátridas y las clases inferiores aseguró en Atenas el imperio de la democracia, la igualdad política fue fruto en Roma de la lucha entre patricios y plebeyos; y el crisitianismo vino á regenerar la sociedad pagana. Es peculiar á la sociedad moderna el medio de progreso que consiste en la aplicación de la ciencia á las artes y á las relaciones sociales: las armas de fuego suavizaron los males de la guerra, porque la hicieron menos frecuente, la circunscribieron á los ejércitos, posibles por ellas, suprimieron la lucha de hombre a hombre, que despierta instintos feroces, y exigieron mayor instrucción en los militares; ellos facilitaron la seguridad, porque aumentaron el poder del Gobierno, dándole más fuerza efectiva en un número más reducido de soldados; devolvieron á la industria los brazos que antes se ocupaban en llevar las armas y que después fueron innecesarios en la guerra. Los beneficios de la imprenta, del vapor, del telégrafo, de las nuevas ideas económicas, etc, son demasiado notorios para que haya necesidad de mencionarlos. Ahora bien: ¿cómo pueden adelantar las ciencias, cómo puede adquirirse un conocimiento más perfecto de los fenómenos naturales? Sólo por la investigación; pero como la investigación es imposible donde no hay duda, y la duda implica la no conformidad ó la no satisfacción con las ideas generalmente recibidas, es claro que el Gobierno protector del pensamiento, al ahogar la duda, ahoga en germen al progreso.

Los males apuntados serían suficientes para renegar del proteccionismo; pero hay más; y es que no se limita á mantener estacionaria la sociedad, sino que la hace retrogradar rápidamente, porque la convierte en un cuerpo pasivo, disciplinado y uniforme, pero sin noción propia, sin entusiasmo, capaz de obedecer pero incapaz de gobernarse; lo cual es causa de que caiga como por encanto el día que llega á verse dirigida por un mandatario inepto. Mientras á la cabeza del Gobierno hay hombres enérgicos é inteligentes, la  Nación anda bien, al menos en apariencia, porque uno solo manda y todos obedecen, lo cual tanto quiere decir, como concentración en un solo brazo de toda la fuerza que la Nación posee. Esta puede entonces hacerse temer en el exterior, hacer brillantes conquistas y atraerse las miradas del mundo entero; pero eso,  además de que no es seguridad, único objeto del Gobierno, es engañoso y pasajero; es engañoso, porque mientras el mundo admira esa grandeza, los ciudadanos se mueren de hambre en el interior por lo pesado de las contribuciones y del servicio militar y por la  carestía que la guerra produce siempre; es pasajero, porque al empuñar las riendas del Estado un hombre incapaz, la Nación tiene que cruzarse de brazos, pues está acostumbra á esperarlo todo del Gobierno, nada sabe hacer por sí misma y en consecuencia se halla en la situación de un ejército sin jefe. Lo contrario sucede con una Nación que hace por sí lo que le incumbe: es viril, hábil, altiva y conocedora de sus intereses; cuando sus gobernantes atentan á la libertad, encuentra no la pasiva obediencia del siervo, sino la oposición decidida y vigorosa del que ha sido autor de su propia fortuna.

La historia de España es una comprobación elocuente, al par que dolorosa, de lo que dejamos dicho de los males que produce el proteccionismo[3]. En el siglo XVI España ocupó el primer puesto entre las naciones civilizadas: sus dominios de Europa, África, América y Oceanía cercaban el globo terrestre; poseía tesoros inagotables en sus colonias americanas; los tercios españoles arrollaban cuantos ejércitos oponía Europa; su marina de guerra ponía espanto en los más temibles adversarios, hacia ostentaciones como la de la Armada Invencible, y daba lecciones como la del golfo de Lepanto; para mandar sus fuerzas de mar y tierra contaba con los mejores Generales de la época: el duque de Alba, el de Parma, Filiberto Manuel y don Juan de Austria; su marina mercante cubría todos los mares y le llevaba los productos de las más apartadas regiones; tenía escritores como Garcilaso, Herrera, Rioja, Lope y Cervantes; un pueblo valeroso, inteligente y adicto á su Gobierno; para aprovechar todos estos elementos de poder, soberanos como Carlos V y Felipe II. Al espirar el siguiente siglo ya no existía esa grandeza: la soberanía de España sobre las posesiones que le quedaban era meramente titular, porque no podía defenderlas; sus ejércitos se habían desbandado, si no en derrotas, porque eran españoles, sí por falta de paga y disciplina; de su poderosa armada quedaban sólo algunos navíos, cuyo estado era tal, que no podían soportar los fuegos de sus propias baterías; no tenían un solo General que mereciera ese nombre: su población se había mermado notablemente, carecía de vigor, estaba exhausta de recursos y embrutecida por el fanatismo; la Nación era insultada y escarnecida; las potencias extranjeras disponían de la corona española sin contar con España;  y el trono de Recaredo se veía ocupado por idiotas como Felipe IV y Carlos II. ¿Cuál fue la causa de esta rápida y desgraciada transformación? El proteccionismo, como vamos á verlo.

Todo pueblo tiene rasgos característicos que lo distinguen de los otros pueblos, que constituyen el fondo de su modo de ser, que son el vínculo de unión entre sus individuos y uno de los elementos esenciales á la formación de esos seres orgánicos que se llaman nacionalidades. Todo el que sea medianamente conocedor de la Historia sabe que los romanos, por ejemplo, tenían sus rasgos característicos que los diferenciaban en alto grado de los fenicios, de los griegos, de los germanos, etc. En los españoles esos caracteres distintivos, que son la exaltación del sentimiento religioso y la exagerada adhesión á sus reyes, son emanación directa y necesaria de las circunstancias geológicas y climatéricas de la Península y de su pasado histórico.

Los climas ardientes, como lo es en general el de España, desarrollan excesivamente la imaginación y hacen, en consecuencia, que los pueblos que en ellos moran atribuyan causas sobrenaturales á todo lo que no alcanzan á comprender inmediatamente; lo cual va en perjuicio de la razón, que busca las causas siempre en el orden natural, que investiga y que, por tanto, hace progresar á los hombres. A la influencia del clima debemos agregar la influencia de la vida pastoral, que es esencialmente imaginativa. Habiendo sido España teatro de constante guerra desde los primeros siglos de nuestra era, la vida pastoral fue necesaria para los españoles: sus riquezas apenas  podían consistir en otra cosa que en rebaños, por ser éstos fáciles de transportar á otros lugares, cuando el enemigo amenazaba el territorio cristiano. Si á todo esto añadimos los temblores de tierra, las sequías, las hambres y las pestes, calamidades todas frecuentísimas en la Península y causas todas de continuo sobresalto para las poblaciones, veremos claramente que sobraban motivos, aun tratándose de un pueblo más ilustrado, para que el ibero volviera constantemente los ojos al cielo en busca del remedio que no hallaba en la tierra.

Pero lo que más hizo desarrollar el fanatismo en España fueron las guerras religiosas. Sin contar con las luchas de arrianos y católicos, que terminaron en el último cuarto del siglo VI por la conversión de Recaredo, y sin contar con las de los católicos y protestantes, los españoles tuvieron que sostener contra los mahometanos una guerra ocho veces secular. En el año 711 atravesaron los árabes el estrecho de Gibraltar, vencieron á Rodrigo, rey de los visigodos, y sometieron la Península simultáneamente á su dominación y al culto del Profeta. Los restos del ejército visigodo se refugiaron en las montañas de Asturias, donde resistieron valerosamente á los invasores, hasta que vencidos éstos en Galia por Carlos Martel, y ocupados en establecerse en el territorio sometido, pudieron aquéllos tomar la ofensiva y formar, con las tierras que iban reconquistando, una serie de principados ortodoxos que comprendía la parte norte de Portugal, la faja que se extiende entre el mar y los montes Cantábricos, los reinos de Navarra y Aragón y el condado de Barcelona. Formados en línea de batalla, los nuevos estados cristianos fueron avanzando sobre el centro de la Península, hasta que, después de tres mil setecientas batallas, dieron en tierra ante los nuevos granadinos con la dominación musulmana.

Los efectos de esta guerra sobre el carácter español, son incalculables. El medio más eficaz de exaltar el sentimiento religioso, es hacerle guerra; y si añadimos que esa guerra es á muerte, que es á la vez por la religión y la independencia, que se hace contra un pueblo naturalmente inclinado al misticismo y naturalmente altivo, y que esa lucha se prolonga por ocho siglos, tendremos un cúmulo tal de circunstancias favorables al fanatismo, que éste es inevitable. La guerra con los árabes fue también la que produjo esa exagerada adhesión de los españoles á sus reyes. Era de toda necesidad, para obtener el triunfo sobre un enemigo tan poderoso, que las órdenes del rey fueran obedecidas inmediatamente y sin discusión; la obediencia absoluta por un espacio de tiempo tan largo, se convirtió naturalmente en parte del carácter nacional. A aumentar esa adhesión por los reyes, vino la circunstancia de que el trono y el altar se hubiesen hecho solidarios en esa guerra á la vez política y religiosa; cosa de mucha trascendencia en un pueblo para quien tan caras eran sus creencias.

Fácilmente se comprende que después del vencimiento de los mahometanos, el Gobierno se halló aliado y protector natural de la religión, mejor dicho, del fanatismo de los españoles. Instigado, pues, por la opinión, y animado él mismo del espíritu de intolerancia resultante de los hechos que hemos visto, empleó todas las fuerzas de la Nación en combatir la herejía dentro y fuera. Para combatirla fuera tuvo que emprender las guerras de Carlos V y Felipe II, las cuales, al par que daban pábulo á la causa que las había producido, agotaban la riqueza pública, impedían el desarrollo de la privada, vertían la sangre más preciosa y desperdiciaban las energías de la Nación. Para combatirla dentro tuvo que dictar dos medidas á cual más trascendental: la expulsión de los incrédulos y la reorganización del Santo Oficio.

La expulsión de los judíos (1499) y posteriormente (1699) la de los moros, ejecutadas ambas con refinada crueldad, privaron á España de dos millones de súbditos, poco más o menos; privación no como quiera, sino agravada por la circunstancia de ser esos súbditos casi los únicos que trabajaban; la mayor parte de los creyentes puros, ó eran poltrones que se entregaban a la ociosidad de los claustros, ó eran aventureros rapaces que se venían al Nuevo Mundo á saquear á los indios. El golpe fue mortal para la industria: las fábricas se paralizaron casi por completo, se suspendió la fabricación de papel y azúcar y los telares de lana y seda dejaron de suministrar sus preciadas producciones. Especialmente respecto de la industria agrícola, que era ejercida casi sólo por los moros (ya vimos que la industria principal de los cristianos era la pecuaria), el mal fue tan grande que cesó la producción de arroz y algodón; se olvidaron muchos de los procedimientos de cultivo empleados entonces; cayó en desuso la irrigación, indispensable en climas ardientes y secos, como lo es en general el de España, y los campos desolados se convirtieron en guaridas de salteadores.

La Inquisición concluyó la obra de muerte para España: esencialmente conservador del orden de cosas existente, el Santo Oficio opuso el poder eclesiástico y el secular, las preocupaciones del pueblo, la higuera y el tormento á todo lo que no se conformaba con las repugnantes supercherías que por religión tenían los españoles de ese tiempo: ¿quién tendrá valor suficiente para investigar ó escribir, cuando el menor descuido por inocente que fuera, podía ser causa de que lo quemaran vivo?. 

El resultado fue que el pensamiento tuvo que abstenerse de obrar ó dirigirse á lo místico, la ciencia enmudeció y la ignorancia más profunda se apoderó de todos. A tal punto llegó ésta, que todavía á fines del siglo XVIII, cuando la vecina Francia empezaba ya á agitarse con su gloriosa Revolución, estaban proscritos de la Universidad de Salamanca, la mejor de España, los descubrimientos de Newton, porque no estaban, decían los doctores, de acuerdo con lo que habían creído sus antepasados ni se compadecían con la religión revelada tan bien como el sistema de Aristóteles; los médicos ignoraban la circulación de la sangre, recetaban purgas y sangrías para toda clase de enfermedades, y sostenían que las inmundicias de Madrid eran saludables, porque el aire era muy sutil en la ciudad y porque en medio de ella habían vivido sus padres; el rey tenía que apelar á las Naciones extrañas para poder conseguir hombres capaces de mandar el ejército, administrar la Hacienda y servirle de médicos, ministros, agentes diplomáticos, etc. Cuando Carlos III quiso restablecer la marina, tuvo que traer extranjeros que fueran entendidos en la materia, porque los españoles no sabían hacer buques ni manejarlos; cuando quiso restaurar las fábricas, tuvo que traer extranjeros, porque los españoles eran tan ignorantes en punto de minas, que trabajaban siempre en socavones verticales, aunque las vetas corriesen en sentido horizontal ú oblicuo, pues así lo habían hecho sus padres: la Nación estaba postrada, dormía profundamente, y dormía para no despertar nunca.

El proteccionismo destruyó, pues, la riqueza con las guerras, con los impuestos, aranceles y aduanas que para sostener la guerra eran necesarios, y con la expulsión de los judíos y los moros: mató el pensamiento, porque le impuso silencio; anonadó la energía nacional, porque acostumbró al pueblo á esperarlo todo del Gobierno, enseñó á los españoles sólo á obedecer, nó á gobernarse, de suerte que bastó un cambio de soberanos para que la Nación que había asombrado al mundo con su grandeza y cuyo poderío había sido objeto de admiración y espanto, se viera convertida en ludibrio de las gentes; y, por último, condenó á España á no existir á los ojos de las demás potencias, sino en tanto que la gobierne un déspota como Felipe II; mas esas despotías son fatales; cierto que, como los grandes incendios, llevan sus resplandores hasta las más apartadas cumbres; pero, también como ellos, sólo dejan en pos de sí escombros y cenizas.

Bogotá, Noviembre de 1886.

Tomás O. Eastman.


[1] Stuart-Mill, La Liberté, trad franc, 3a ed, pág. 314.
[2] Stuart-Mill, obra citada, cap II.
[3] Backle’s, History of civlization in England, cap. XV.