lunes, 31 de diciembre de 2012

Aníbal Galindo: El socialismo y la clase obrera


El socialismo y la clase obrera
Aníbal Galindo
Tomado de: Estudios económicos y fiscales (1880). Bogotá, Anif-Colcultura, 1978.

No ha entrado en los planes de la Providencia la idea de una igualdad absoluta que es un mero juego de la fantasía. A las múltiples necesidades del hombre, tal como está organizado, tienen que corresponder forzosamente múltiples y diversas aptitudes para satisfacerlas. Pero si no ha entrado en los planes de la Providencia la idea quimérica de la igualdad, sí ha entrado la de la libertad individual, para conseguir por ella el mayor grado de bienestar en lucha abierta contra el mal. La competencia en esta lucha del trabajo es la consecuencia necesaria del ejercicio de vuestra libertad. Elegid, pues: o la diferencia de remuneración con la libertad, o la igualdad con la servidumbre.

El Trabajador
Carta al señor Adolfo Llanos y Alcaráz, propietario y director de “La Raza Latina” -Nueva York.
Bogotá, 27 de julio de 1880

Muy señor mío: — Hacía mucho tiempo que deseaba retribuir la fineza con que he estado recibiendo de la Dirección, gratis, el hermoso periódico que usted redacta; pero embebecidos, encenagados, esterilizados por decirlo así en los debates y las luchas de esta política incandescente de la raza latina, ni encontraba, ni mi pluma se atrevía a afrontar un tema político o social digno de las columnas de esa hoja, cuando he aquí que usted mismo me lo proporciona con la lectura del artículo de fondo, El Trabajador, del señor Castelar, inserto en el número 1.343 del 8 de mayo último.

¡Cómo es posible! exclamé al terminarla, que el señor Castelar, en cuyos escritos ha resplandecido siempre la idea moral, venga, por una lamentable exaltación de simpatía en favor de las clases populares, a poner al servicio de la utopía socialista la magia de su poderosa palabra, en los momentos en que estas absurdas quimeras salen del campo de la teoría, para convertirse en conjuraciones sangrientas contra el orden social.

El señor Castelar cuenta pocos admiradores más apasionados que yo de su talento y de su ilustración en el mundo de las letras. Yo he aprendido de memoria, a fuerza de leerlas y releerlas, páginas enteras de sus escritos, principalmente las de ese precioso libro “Recuerdos de un viaje a Italia”, donde se encuentra aquella obra maestra de pintura con el pincel de la palabra humana, “La Capilla Sixtina”, y aquel capítulo inmortal, “El Dios del Vaticano”, donde una verdadera inspiración ha vuelto a encontrar acentos proféticos para desenmascarar la impostura y para elevarse al ideal del símbolo cristiano.

Sí, todos sentimos el hálito, todos nos rendimos a la influencia fascinadora de esa palabra mágica, que pasa como un simun cargada de las enseñanzas de la historia, y a la que su autor sabe comunicar todas las inflexiones del sentimiento y del arte; que ora ruge como la tempestad para maldecir el despotismo, ora se entenebrece como el averno para condenar la iniquidad, ora susurra como la brisa para modular cantos de amor, ora reverbera y resplandece como un astro para adorar la libertad y la justicia.

Pero estas dotes de la imaginación, este pincel tan admirablemente adecuado para apasionar las almas, para transmitir a las ideas el fuego de la poesía, para dar al habla humana los encantos de un eterno lirismo, para destacar todas las bellezas del sentimiento y del arte; estas dotes son un instrumento, no solo inadecuado, sino peligroso, para hacer incursiones en el campo de estas ciencias sociales, áridas, prosaicas, donde es preciso que el entendimiento obre sólo, sin perturbaciones de la imaginación, para analizar los hechos y reducir a ecuación las leyes del progreso.

La naturaleza es avara de sus dones, y niega a las inteligencias que se ciernen en la atmósfera de las verdades trascendentes, la facultad de analizar y apreciar bien los fenómenos de estas ciencias subalternas, que se refieren al bienestar material del hombre.

Y esto es lo que ha sucedido al señor Castelar: él no es ni puede ser economista; e impulsado por un noble sentimiento de compasión y de amor hacia las clases menesterosas, ha incurrido, al escribir ese artículo, en errores y faltas graves, que por lo mismo que vienen de él, no pueden dejarse pasar inadvertidos.

Atravesamos una época de prueba para la justificación de las doctrinas liberales, acusadas por los partidos conservadores del mundo, de haber relajado por todas partes los vínculos del deber, de haber engendrado todas estas perturbaciones, todos estos sistemas absurdos de una nivelación quimérica, con su cortejo de desmoralización y de crímenes, que amenazan destruir el orden social, y no debe por lo mismo permitirse que, apoyándose en la autoridad de tan eminente escritor, tome la juventud por axiomas económicos, ni se carguen a la cuenta del liberalismo, las proposiciones asentadas por el señor Castelar en el escrito a que aludimos.

Tengo a la vista el texto inglés del discurso pronunciado por Bakunin en Ginebra, en 1868, considerado por la prensa europea como la mejor exposición del nihilismo, y en él leo lo siguiente:

Vuestra hermosa civilización, caballeros del Occidente, que vosotros enrostráis a los bárbaros del Oriente, está basada en la servidumbre forzosa de la inmensa mayoría de la raza humana, la cual está condenada a una existencia miserable y casi bestial, a fin de que una muy pequeña minoría pueda vivir en la opulencia. Esta monstruosa desigualdad en las condiciones de la vida se debe a vuestro sistema occidental, sistema incapaz de mejoramiento, porque es la consecuencia necesaria de vuestra civilización, fundada en la bien combinada separación que existe entre el trabajo mental y el trabajo manual.

Y por una singular aberración, casi pudiera decirse, por una ironía de la historia, la poesía puesta al servicio de un sentimiento mal comprendido de compasión y de noble interés por las clases trabajadoras, hace proferir a uno de los más conspicuos representantes de la civilización, los mismos conceptos que han salido de boca del odioso tribuno de la barbarie rusa.

El señor Castelar, después de pasar en fulgurante revista las maravillas del progreso, realizadas por el trabajo del hombre sobre la tierra, exclama:

¿Y cuál ha sido la suerte del trabajador que creó ese mundo de maravillas y milagros? Subid al calvario de la historia y lo veréis siempre crucificado. En Oriente, o es paria, o su amarga suerte no se diferencia gran cosa de la suerte del paria; en Grecia, Platón lo sujeta a ciega obediencia; en Roma, ni es poseedor de su vida ni dueño de sus sentimientos. Y esos hombres tenidos en condición de bestias, habían levantado aquellos templos resplandecientes en que se ocultaba la santidad de Brahama, aquellos renombrados palacios en que vivían vida sobrenatural los Baltasares y los Ciros; ellos amontonan las pirámides que alzan su cúspide sobre el mar de las edades; construyeron el Partenón, que encerraba en sus armoniosas líneas el arte griego, y levantaron en sus brazos al Capitolio, sepulcro de la antigua civilización.

Aparte la diferencia de lenguaje, que proviene de la diferencia de sentimientos y de educación, ¿en qué se diferencian económicamente las dos doctrinas?

En nada.

Ambas proceden del error de considerar el trabajo manual si no como superior, cuando menos como igual al trabajo de la inteligencia y al trabajo moral de la previsión, de la energía, del ahorro, de la abnegación y de la constancia que combina y dirige las operaciones de la industria; y por consiguiente en apoyar una teoría socialista que, tomando por patrón de la remuneración el trabajo más grosero, el trabajo del hombre esclavo de la naturaleza, abate y degrada al hombre al nivel de los brutos.

¡Curiosa ciencia social para al ennoblecimiento de la especie, ésta que coloca a Jenner al nivel del mozo que vació la pústula de donde el genio extrajo el precioso virus que hoy preserva a la humanidad de la deformidad y de la muerte; la que coloca a Fulton y a Stephenson al nivel del guarda de estación que cambia las señales o limpia los carriles del camino de hierro; la que coloca a Franklin y a Moorse al nivel del peón que clava el poste que sostiene el hilo misterioso, que ha dado al hombre la ubicuidad del espacio; la que... pero la relación sería interminable; la que coloca al señor Castelar al nivel del tintorero que ayuda a multiplicar las copias de sus escritos inmortales!

Con perdón del señor Castelar, no fueron los canteros, ni los albañiles, ni los cerrajeros, ni los carpinteros los que construyeron el Partenón y el Capitolio, como no son los cajistas de las imprentas de Barcelona o de Madrid los autores de los libros con que el señor Castelar llena el orbe de su fama. No; moral y económicamente construyeron el Partenón y el Capitolio, los artistas divinos que en esas líneas dejaron esculpidos los modelos clásicos de la belleza y del arte.

A la doctrina desconsoladora de la nivelación de las recompensas, rebajada al tipo del trabajo muscular, la ciencia de la economía, basada en el estudio de la naturaleza humana, opone de muy distinta manera las verdaderas leyes del progreso y del ennoblecimiento de nuestra especie. Ella dice al hombre:

No ha entrado en los planes de la Providencia la idea de una igualdad absoluta que es un mero juego de la fantasía. A las múltiples necesidades del hombre, tal como está organizado, tienen que corresponder forzosamente múltiples y diversas aptitudes para satisfacerlas. Pero si no ha entrado en los planes de la Providencia la idea quimérica de la igualdad, sí ha entrado la de la libertad individual, para conseguir por ella el mayor grado de bienestar en lucha abierta contra el mal. La competencia en esta lucha del trabajo es la consecuencia necesaria del ejercicio de vuestra libertad. Elegid, pues: o la diferencia de remuneración con la libertad, o la igualdad con la servidumbre; y la elección no puede ser dudosa. Nadie debe nacer atado, como en el mundo antiguo, al poste de su destino. Todos los caminos, sin privilegios, sin obstáculos artificiales de ninguna clase, deberán abrirse delante de vosotros. Habéis nacido esclavos de la naturaleza y de vuestras necesidades, que por todas partes os cercan y os agobian; pero luchando, observando, combinando, economizando, podréis vencerlas, e ir elevándoos gradualmente del trabajo rudimental, del trabajo muscular, semejante al de la bestia de carga, a las más nobles categorías de ese trabajo de la inteligencia, que arranca con el cambio de dirección de una línea en la mecánica, con la mezcla de dos sustancias en la química, con el cambio de un grado de temperatura en la física, con el poder de una idea, sus más recónditos secretos, sus más poderosas fuerzas, sus más ricos productos a la naturaleza.

Del un lado están, pues, las quimeras socialistas de una nivelación aberrante, que abate al hombre a la condición de bestia de carga; que desprecia su inteligencia, que es su mayor y más poderosa fuerza; que desprecia las facultades morales de la previsión, de la abnegación, de la economía y del sacrificio, que son sus más bellos atributos, y que pretendiendo borrar la noción de la responsabilidad individual en la noción de una responsabilidad colectiva, concluiría, si pudiera, por hacer del hombre el autómata y el esclavo del más degradante servilismo.

Y del otro está la santa ley natural de la libertad y de la responsabilidad individual, que entregando al hombre por suyo todo el campo de la naturaleza, y la plenitud de sus facultades físicas, intelectuales y morales para obrar el bien, señala a la humanidad esa escala del trabajo, de la perseverancia y de la energía, verdadera escala de Jacob, que desciende del cielo a la tierra, para que se eleve por ella al ideal de su destino.

Continúa el señor Castelar:

Abolida hasta sus últimas consecuencias la propiedad feudal; arrancado su patrimonio a la Iglesia; escritos los derechos en la conciencia, las libertades guardadas en el corazón, no parecía sino que de tan gigantesca epopeya, el Aquiles y el Homero, que era el pueblo (?), había de salir feliz con los atributos de su soberanía y los despojos de su victoria. Fuerza es decirlo: no existe ya el esclavo sujeto a la voluntad de su señor, ni el siervo pegado como el pólipo a la dura roca do naciera; pero existe el jornalero, acosado por las exigencias del capital, y desposeído de todo linaje de derechos.

Lo decimos con positiva pena: este lenguaje solo difiere en la belleza literaria, pero no en la amargura de las quejas, ni en la injusticia de las acusaciones, ni en la exageración de la lisonja a las clases populares, del que han usado todos los socialistas, y del que usa Bakunin en el discurso a que antes hemos aludido. Si el señor Castelar apellida a las clases populares los Aquiles y los Homeros, es decir la fuerza, la belleza y la gloria de la humanidad, ¿qué deja para los destellos de la inteligencia y del genio, que son como los luminares del planeta, qué para los desvelos y los sacrificios de la sabiduría, que vive encorvada sobre el gran libro de la naturaleza, arrancando sus secretos a la ciencia?

Nada ciertamente más digno de la meditación del filósofo ni de la atención del hombre de Estado, que el estudio de estos problemas sociales que se relacionan con el mejoramiento de la gran masa de la clase obrera, encorvada bajo el peso de un trabajo abrumador, y muy distante todavía del grado de bienestar y de abundancia a que la ley del progreso debe llevarla; pero es preciso cuidarse de no hacer de este asunto una novela ni de convertir al obrero en héroe de romance. Aparte de la aspiración quimérica de una nivelación social, que se encuentra en el fondo de todas las ideas socialistas, parten también estos sistemas, del error fundamental de considerar el problema del mejoramiento de las clases populares, como aislado, separado e independiente del progreso general de la especie; cuando en realidad todos los hombres que viven del trabajo, cualquiera que sea su categoría, no forman sino una sola clase de operarios, unidos por la indisoluble solidaridad del progreso humano. La verdadera, la legítima, la única fuente sólida y fecunda del mejoramiento de cada clase, es la que se deriva del progreso general de la especie, bajo el imperio de la libertad. Todo lo que no se dirija a buscar el bien económico en las fuentes del progreso, de la libertad, del ahorro y de la Justicia, no puede conducir sino a lo que han conducido las utopías socialistas: a la perturbación de esa armonía, a la violación de los derechos más sagrados de la libertad y de la dignidad natural del hombre, y a retardar el advenimiento de ese grado de bienestar y de abundancia que se solicita para las masas desheredadas de la humanidad.

Pero la marcha del progreso no es un tour de force de la civilización; no es negocio de un día, ni siquiera de un siglo; no es un paseo a la aldea vecina: es la obra lenta, paciente, constante, de generaciones y de siglos.

En vez de mirar impacientemente hacia adelante, debería volverse la vista un poco hacia atrás, para no desfallecer, para tener fe en la acción de la libertad y para no calumniar a la sociedad.

¿Qué tienen de común las masas obreras de nuestro siglo, con los proletarios y los ilotas de la antigüedad? ¿Dónde está el esclavo, dónde está el siervo feudal?

Y en cuanto a satisfacciones, comodidades y bienestar material, ¿en qué puede compararse, en qué se parece la clase obrera de hoy, a esas multitudes de mendigos vestidos de harapos, hacinados en asquerosa promiscuidad y alimentados con fétidas carnes o groseras yerbas, que infestaban los campos y las ciudades en tiempo de las cruzadas, y hasta hace un siglo apenas, antes de que los progresos de la química, de la mecánica y de la industria manufacturera, vinieran a dotarla de los tejidos de algodón, de los muebles, las habitaciones y la alimentación, que hoy confunde a esos obreros con las últimas clases de la bourgeoisie? ¿Quién no ha visto los domingos en las capitales de Europa, principalmente en París, a esta clase obrera, limpia, aseada, bien vestida, llenar los teatros, los paseos, las tabernas y los cafés, llena de animación y de vida? En qué se parece la Francia de hoy, a la Francia de Luis XIV descrita por Vauban en su proyecto de diezmo real, donde se hizo constar, (por lo cual murió Vauban en la desgracia del soberano), que debajo de aquella gualdrapa luciente del despotismo, no había en Francia sino 10.000 familias acomodadas, sobre 22.000.000 de mendigos?

Estos son hechos, no son metáforas.

Pero por mucho que la humanidad progrese, no hay que olvidar que las aspiraciones de una nivelación común y de una perfección absoluta, son, en boca del señor Castelar, meras quimeras, meras ilusiones de generoso corazón, y en boca de los demagogos, meros temas de especulación para saciar su despecho y sus vicios. La igualdad y la perfección absolutas son contrarías a la naturaleza humana. Bastaría para convencerse de ello una sola consideración: que este cielo de las satisfacciones a que el hombre aspira, se retira a medida que se eleva la esfera en que está colocado; que las necesidades crecen con los goces, y que toda satisfacción queda inmediatamente reemplazada por un nuevo deseo.

Todas las religiones, la antigüedad y el cristianismo lo han comprendido así: que el mundo será eternamente el asiento del dolor; lo cual debe confirmar a los hombres serios, a los verdaderos amigos de las clases menesterosas, en el convencimiento de que todos los sistemas que no se apliquen a curar sus males en las fuentes del progreso, de la libertad, del trabajo, de la perseverancia y de la economía, son tan estériles, como falaces y empíricos.

Analizando las relaciones entre el capital y el trabajo, dice el señor Castelar:

Los trabajadores ponen su actividad, su vida, al servicio del capital; y cuando la asociación no existe, la actividad se pierde en el trabajo, la vida en el vacío.

La última parte que descubre un sentimiento de simpatía por la organización de la industria sobre la quimera socialista de la asociación entre el capital y el trabajo, la examinaremos separadamente; la primera no es exacta. Los trabajadores, (comprendiendo como debe comprenderse bajo esta denominación, no sólo a los operarios de un trabajo manual, sino a todos los que concurren con sus facultades industriales a la creación de los productos), no ponen su actividad y su vida al servicio del capital, sino al servicio de sí mismos, en la obra de la producción; tan cierto como que todos ellos reciben su parte por anticipación en la forma de sueldos, salarios o jornales, sin cuidarse de los resultados de esa producción: puede el empresario arruinarse sin que ellos se preocupen ni se afecten por esa desgracia; y si la especulación deja utilidad, el capital entra el último a tomar su parte en las ganancias. Si a la economía política le fuera lícito asumir el tono sentimental del romance, podría decir que esta Compañía en que uno de los socios —el obrero— sólo toma parte en las ganancias y ninguna en las pérdidas, era un pacto aleatorio, leonino e inmoral, que debía modificarse en beneficio del capitalista, concediendo a éste acción civil para el recobro total o parcial de los jornales, en todos los casos de pérdida en la especulación.

Pero la ciencia, basada en la observación de los hechos y en la rigurosa deducción de principios, sostiene, por el contrario, que las cosas están muy bien arregladas de esa manera; que la industria es una especie de milicia, en que el éxito depende de la unidad de acción, con un jefe responsable de sus operaciones; que este jefe es el empresario, al cual debe dejarse en completa libertad para combinar los negocios y para que triunfe o se arruine bajo su responsabilidad; y finalmente que en esta organización, la única natural, la única racional, la única que permite al talento y al genio desplegar todos sus recursos y levantar todo su vuelo, la forma natural, legítima y conveniente del pago del trabajador, es el salario fijo, incondicional e independiente de los resultados de una empresa que él no dirige ni debe dirigir.

Continúa el señor Castelar:

El capital es un elemento productor, pero el trabajo le da vida, forma, movimiento, circulación.

La masa inerte del capital nada produciría sin el aliento que la fatiga arranca al pecho del obrero.

Estas proposiciones son ciertas, pero también lo son sus contrarias, lo que prueba que carecen de importancia en la discusión. También puede decirse:

El trabajo es un elemento productor, pero el capital le da vida, forma, movimiento, circulación.

La masa inerte del trabajo nada produciría sin el aliento que el capital arranca al pecho del obrero.

Dice el señor Castelar:

El capital no es otra cosa que el objeto del trabajo, es el mármol de que Fidias despierta un Dios, es la piedra con que Miguel Ángel levanta el mundo del arte entre la oscuridad de la tierra y los arreboles del cielo.

El capital es el conjunto de materiales y de instrumentos de que se sirve el trabajo; el verdadero objeto del trabajo es la creación de las riquezas para la satisfacción de las necesidades, de donde resulta que el valor del trabajo no se mide por la intensidad de la fatiga, sino por la fecundidad del resultado. Todas las teorías, todos los sistemas económicos que se empeñen en deprimir el capital para enaltecer el trabajo, o viceversa, proceden de un desconocimiento completo de las leyes de la producción. En definitiva el capital no es sino la acumulación, el ahorro del trabajo de ayer, que merece tanto respeto como el trabajo de hoy. La producción es el resultado de la multiplicación de estos factores: capital, industria y agentes naturales; y no hay ciencia que pueda decir cuál de esos tres factores tiene más parte en esa multiplicación.

Solo hay un medio práctico de saber, para los efectos de la remuneración, cuál tiene más parte en el mármol animado por Fidias y en la montaña de piedra convertida por Miguel Ángel “en el poema del catolicismo”, y es el de dejar que funcione en toda su amplitud el principio de libertad, que no es otro que el de la competencia; dejar que capital y trabajo se estrechen en ese campo, y debatan el precio de sus servicios en medio de la libertad.

Ni ha sido más afortunado el señor Castelar en la selección del remedio que él considera como la panacea que ha de curar las miserias de la humanidad y levantar a la clase obrera a grado de prosperidad y de abundancia a donde sólo pueden llevarla los principios:

¿Qué pide, dice, el trabajador, en cambio de sus servicios? Asociación. Como la religión es la unión de las conciencias en Dios, y el Estado la unión de las voluntades en la ley, las asociaciones son la unión de las fuerzas en el trabajo.

Prescindiendo de las comparaciones, que carecen de similitud y de analogía, porque la unión de las voluntades en Dios se verifica en el campo espiritual de las conciencias, sin sacrificio humano de ninguna clase; y en las asociaciones políticas que se llaman Estado, lo primero que los asociados deben sustraer de ellas, es el ejercicio de todas aquellas facultades de uso inocente, que forman el vasto campo de la acción individual; prescindiendo de las comparaciones, decimos, es rigurosamente exacto “que las asociaciones son la unión de las fuerzas en el trabajo”; mas para que esas asociaciones sean fecundas es preciso que sean legítimas: nada vive en el mundo sino por la idea moral; y la base de toda legitimidad en el campo de lo tuyo y de lo mío, es la libertad de las transacciones. Por eso las asociaciones de esa naturaleza, las que reconocen los códigos de comercio de todos los pueblos civilizados -la anónima, la comandita, la regular colectiva — han llenado el mundo con los portentos de su esfuerzo. Son ellas, sin necesidad de emplear una sola metáfora, las que extienden día por día los términos del mundo civilizado a los confines de los más remotos continentes; ellas las que mandan sus numerosas naves, sobre todas las costas y sobre todos los mares, para conducir este inmenso comercio, que hace comunes los dones de la naturaleza entre todos los pueblos de la tierra; ellas las que colectan gota a gota, por medio de las más ingeniosas combinaciones, los incontables millones del capital que alienta y vivifica estas empresas; ellas las que han nivelado la tierra con el camino de hierro, para volar sobra ella con la presteza del viento; ellas las que han descendido al fondo de los mares, para colgar de continente a continente, esos hilos misteriosos que se adelantan al tiempo en alas de la electricidad; ellas las que han dotado a la industria de esos millones de autómatas que se llaman las máquinas, merced a las cuales, la sola industria del tejedor produce anualmente, una cantidad de telas suficiente para tapizar diez veces el camino del sol sobre la tierra.

Pero no suponemos que sea a estas asociaciones libres del capital y de la industria a las que ha querido referirse al señor Castelar; no, él, se ha referido forzosamente a las asociaciones peculiares de la clase obrera, que vamos a examinar:

Son las primeras, las que podemos llamar sociedades de beneficencia o de socorros mutuos, que bajo distintas formas y diversas denominaciones tienen por objeto proveer con un fondo común, formado por medio del pago de cuotas semanales o mensuales, a las necesidades de sus miembros o de sus familias, en caso de muerte, enfermedad, longevidad, pérdida de instrumentos, siniestros o cesación de trabajo. Legítimo, noble, sano objeto, digno de la ayuda de todas las inteligencias que buscan el progreso en la libertad, de todos los corazones generosos y de la ilustrada protección de la ley.

Y sin embargo, la mala fe en unos casos, la falta de conocimientos en otros, de parte de los obreros que intervienen en su dirección, ha conducido a los más lastimosos resultados. Estudiando este asunto, leo en el Economista de Londres de 16 de mayo de 1874, página 587, que la más importante de dichas asociaciones, la llamada “Manchester Unity” que cuenta 426.663 miembros y maneja un fondo anual de ₤ 10.767.840, tenía ese año un déficit de ₤ 1.343.447,10 cual hace proferir al periódico citado, la primera autoridad europea en materias económicas, estos sensibles conceptos:

El resultado, por tanto, es que esta gran sociedad que maneja tanto dinero y afecta tan crecido número de pobres, está absoluta, completamente insolvente. Y no hay razón para suponer que esta sociedad esté peor que las demás; por el contrario, probablemente es la mejor, puesto que es la primera que publica sus cuentas y que examina su situación.

Véase, pues, que no son tanto los medios de ahorrar, cuanto las virtudes que da la educación, lo que más falta hace a la clase obrera, y que es a este punto al que deben dirigirse los esfuerzos de sus verdaderos amigos.

Vienen en seguida las sociedades de alianza o ligas industriales, conocidas con el nombre de “Trade’s Unions”. Estas asociaciones, que tanto ruido han hecho en el mundo en los últimos 25 años, tienen un doble objeto: son sociedades de beneficencia o socorros mutuos, como las llamadas “friendly societies” y son alianzas obreras, que es lo que las caracteriza. Como tales, los tres puntos cardinales de su programa son estos: resistir toda reducción de salario o aumento de horas de trabajo; obtener aumento de salario; y atraer a todos los obreros a la asociación.

Si los miembros de estas asociaciones no apelaran a medios reprobados para conseguir su objeto, habrían estado y estarían en su legítimo derecho, porque, como dice Adam Smith, “la más sagrada de todas las propiedades es ésta que cada uno posee en su propio trabajo”; y como a toda otra propiedad, el dueño de ella está en su perfecto derecho para buscarle, por medios legítimos, el mejor precio en el mercado del mundo. Pero sus armas favoritas han sido hasta hoy la intimidación y la violencia, por lo cual estas sociedades no han podido contar con las simpatías de las gentes honradas, ni de los verdaderos amigos de las clases populares.

La historia de sus violencias ha quedado escrita en sangrientos caracteres en las calles y en las fábricas de Nottingham, de Sheffield y de Manchester. Con efecto, los afiliados proscriben, persiguen y castigan de hecho, con las más execrables violencias, inclusive la muerte: 1º. el jornal por tarea piece work; 2º. la admisión o empleo del trabajo femenil o juvenil en competencia con el del hombre adulto; 3º. los obreros no afiliados; 4º. la importación de trabajo extranjero; 5º. todo aumento de velocidad en el uso de las máquinas o telares -loom-speed; 6º. la introducción de nuevas máquinas, principalmente de las llamadas, labour saving machinery ¿No es ésta todo un programa de barbarie, de violencias y de crímenes? ¿Puede ningún hombre honrado, puede ninguna inteligencia puesta al servicio de la verdad, puede ningún amante del progreso y de la libertad simpatizar con estas asociaciones, mientras ellas persistan en no abandonar el terreno de la violencia?

El señor Castelar puede leer en el interesante libro publicado por Mr. G. Phíllips Bevan, titulado “The Strikes of the last ten years” —Las huelgas de los últimos diez años— presentado a la sociedad de Estadística de Londres el 20 de enero último, (1880), los resultados económicos de dichas huelgas en sus más minuciosos detalles. De ese escrito tomamos los siguientes datos:

El número de huelgas ocurridas entre 1870 y 1879 ascendió a 2.352. Estas huelgas hicieron perder 54.162 días de trabajo; y suponiendo, el cálculo es moderado, que el término medio del número de obreros comprometido en ellas no bajara de 1.000, estimando un jornal con otro a 4 chelines, ($1), la pérdida efectiva no fue de menos de cincuenta millones de pesos.

No será pues a estas asociaciones, tal como están constituidas, sobre el régimen de la intimidación y de la violencia, a las que un hombre como el señor Castelar puede dar el apoyo de sus simpatías, de su palabra ni de su talento.

Vienen en tercero y último lugar, las llamadas sociedades cooperativas, asociaciones de obreros, inventadas o ideadas con el objeto de suprimir de la organización industrial el oficio y la remuneración del empresario.

Pero, ¿quién ignora que nadie se ocupa ya en el mundo científico, ni entre gentes serias, de semejantes asociaciones, que debían conducir necesariamente a lo que conduce toda quimera?

Era la pretensión de suprimir la oligarquía de la cabeza y la aristocracia de la inteligencia en la dirección de las operaciones de la industria. El resultado no podía ser dudoso. El sistema de la nivelación se estrelló contra las leyes eternas de la naturaleza, que se cierran como un anillo de acero sobre todas las utopías: o las asociaciones eran conducidas por gentes igualadas por la ignorancia y sucumbían faltas de dirección, o eran dirigidas por hombres de talento, y entonces estos hombres exigían la remuneración oligárquica correspondiente a la rareza y a la capacidad de sus servicios. No hay término medio.

El sistema quedó juzgado con el ensayo que de él se hizo por el Gobierno provisorio de la República francesa después de la revolución de 1848. La moneda corriente de la época eran las asociaciones de obreros, para poner en planta el sistema cooperativo, para suprimir la oligarquía de la inteligencia en el mundo industrial.

¿Y qué sucedió?

El señor Reybaud en su preciosa obra titulada “Los Economistas”, edición de París de 1862, nos ha conservado, fielmente extractados de los documentos oficiales, los resultados del ensayo.

La Asamblea constituyente votó el 5 de julio de 1848 un préstamo de 3 millones de francos, destinado a auxiliar, bajo la vigilancia del Estado, las asociaciones cooperativas entre obreros solos, o entre patrones y obreros. Esta suma fue inmediatamente distribuida entre 56 asociaciones, de las cuales 30 residían en Paris y 26 en los Departamentos. La mayor parte de los contratos de préstamo tuvo lugar en los primeros meses de 1849; y 18 meses después, a mediados de 1850, el Gobierno se veía obligado a dictar su decreto sobre revocación de préstamos, por el mal estado en que se encontraban las empresas auxiliadas.

Para saber que las leyes económicas se cumplen, lo mismo de éste que del otro lado del Atlántico, oigamos en el original francés, la nota de la página 282, con que concluye el capítulo del libro antes citado. Dice así:

Rien de plus curieux ni de plus significatif que la page d’observations où sont consignés les motifs à raison desquels ces prêts on été révoqués. Loi, c’est un gérant qui emporte la caisse et les registres de la comptabilité; ailleurs, ce sont des infractions multipliées aux statuts. Dans beaoucoup de cas, il n’y a ni travail positif, ni association sérieuse; deux ou trois personnes se partagent les avances du trésor et en disposent pour leurs besoins jusqu’à épuisement. Parfois la société est abandonnée de tous ses membres, et quand on se transporte au siége qu’elle a choisi, il ne s’y trouve personne pour la représenter. En d’autres occassions, il y a dol réel, mauvais emploi de matières ou suppositions de signatures dans les souscriptions d’actions: ici des ouvriers sans gérants, là des gerants sans ouvriers; enfin trois faillites légales, ouvertes ou déclarées, six mois après des versements importants faits par l’administration. Une circonstance est encore à noter pour s’être plusieurs fois reproduite: c’est que des ouvriers eux-mêmes, convaincus de leur impuissance et voyant leurs fonds s’en aller sans profit, ont demandé al’Etat de vouloir bien dissoudre leur société et poocéder le plus tôt possible à une liquidation.

D’après les derniers documents officiels, la liquidation laisserait l’Etat en perte de 1.500.000 francs, sur les 3 millions de prêts faits aux associations d’ouvriers en 1848 et 1849. C’est payer un peu cher une expérience qui n’etait douteuse pour ancun esprit sensé. (1)

Suplicando a usted quiera hacerme el honor de insertar esta carta en las columnas de su ilustrado periódico, soy con perfecta consideración su muy atento servidor.

***

Hasta aquí la carta que apareció en el Diario de Cundinamarca de 28 de julio último; pero no quiero cerrarla para este libro, sin agregarle unas pocas consideraciones, destinadas a delinear, someramente, las fases características y la marcha del progreso general de la especie, en el seno de la libertad individual, del cual es que debe esperarse el mejoramiento de la condición económica, intelectual y moral de las clases populares.

Este progreso es de ayer, porque no ha nacido sino con la aplicación del vapor a la maquinaria de explotación, y principalmente a la locomoción; y ya se ve el cambio prodigioso efectuado en la producción, en las condiciones del trabajo y en la organización de la industria; y se adivina claramente la revolución que ese movimiento va a efectuar en la distribución y en los consumos. Ciego el que no lo ve: lo raro es que no lo vean los que están en Europa, y que lo veamos aquí, desde la América del Sur, a donde no ha llegado.

Las fases características de esta revolución económica son tres: 1º. La accesión de todas las clases, hasta las más ínfimas, a los bienes y comodidades de la riqueza, por el extraordinario incremento de la producción y por la ínfima baratura a que salen los productos fabricados con la ayuda de esos autómatas que trabajan por salarios infinitesimales: la fotografía, la oleografía, la telegrafía, la litografía, la imprenta, la máquina de coser, las máquinas de hilar y tejer el algodón, han puesto al alcance de las últimas clases sociales, comodidades, placeres y fruiciones que eran antes el privilegio de los potentados de la tierra; 2º. La anulación creciente del trabajo muscular, del trabajo de bestia de carga, impuesto al trabajador antes del progreso, y su reemplazo por el trabajo intelectual y moral de la atención y de la vigilancia a que van quedando reducidas las funciones del obrero en el taller moderno. Por todas partes, mutatis mutandi, el carguero pasa a la categoría de guarda o vigía de un camino de hierro. Hasta en el oficio bárbaro de la guerra, la invención de las armas de fuego ha operado este cambio. Las antiguas armas, la clava o maza, hacían inseparable el valor, de la pujanza, de la agilidad y de la fortaleza física. El héroe de Homero no podía ser otro que Aquiles. Hoy el valor físico queda reemplazado por el valor moral; y el héroe de la epopeya moderna puede encerrarse en el más débil, enfermizo y frágil organismo físico; 3º. La dislocación de los grandes centros de población, para buscar el nivel del trabajo y del salario en el mercado del mundo, merced a la rapidez, a las facilidades y a la baratura con que pueden efectuarse los viajes por las modernas vías de comunicación.

La antigüedad no conoció sino la emigración de legiones de bárbaros, que invadían los países civilizados, para establecerse en ellos, después de asesinar una parte de la población y reducir la otra a la esclavitud. Hoy es el exceso de la población industriosa de Europa el que emigra, a razón de 500.000 almas por año, para venir a establecerse pacíficamente en las ciudades y en los desiertos del nuevo mundo. Son los chinos que emigran por millones a todas partes, los que desalojan en su propia casa al robusto yankee, y lo obligan a pedir protección contra la habilidad, la economía, la frugalidad y la paciencia de su rival.

Sin ser profeta, puede anunciarse que dentro de un siglo, que es un día en la marcha de la humanidad, el mundo estará trasformado, la miseria, como lepra social, habrá desaparecido de la tierra, y los sistemas de organización artificial de la sociedad, ahogados por el progreso, se recordarán tan sólo en las bibliotecas, como uno de tantos estrabismos que ha sufrido el juicio del hombre, en su afán por penetrar los arcanos de su destino y adelantarse al fin de su carrera.

Notas
(1) Nada es más curioso ni significativo que la página de observaciones donde son registrados los motivos porque los préstamos han sido revocados. La ley es un administrador que se lleva el efectivo y los registros de la contabilidad; por otro lado, multiplica los delitos en los estatutos. En muchos casos, no hay trabajo positivo ni asociación seria; dos o tres personas se  comparten los anticipos del tesoro y lo disponen para sus necesidades hasta agotarlo. A veces la sociedad es descuidada por todos sus miembros y cuando se lleva al asiento que ella escogió no se encuentra nadie allí para representarla. En otras ocasiones, hay real mal uso de materias o suposiciones de firmas en la suscripción de acciones: aquí obreros sin gerentes, allá gerentes sin obreros; finalmente, tres quiebras legales, abiertas o declaradas, seis meses después de pagos importantes por la administración. Una circunstancia debe tenerse aún en cuenta por ser muchas veces repetida: que los mismos trabajadores, convencidos de su  impotencia y viendo sus fondos irse sin beneficio, solicitan al Estado que tenga a bien disolver su sociedad y proceder lo más pronto posible a una liquidación.

De acuerdo con los últimos documentos oficiales, la liquidación dejará al Estado en pérdida de 1.500.000 francos sobre los 3 millones de préstamos hechos a las asociaciones de obreros en 1848 y 1849. Esto es pagar un poco caro una experiencia que no estaba en duda para ningún espíritu sensato.

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