viernes, 7 de diciembre de 2012

Aníbal Galindo: El papel moneda

El papel moneda

Aníbal Galindo

Tomado de: Estudios económicos y fiscales (1880). Bogotá, Anif-Colcultura, 1978.

El papel-moneda, sin lastre, no sirve sino para mantener la desconfianza y el alarma, para alimentar las especulaciones estériles sobre los fondos públicos y para hacer fácil, segura e impune la corrupción oficial.

Este artículo, publicado en “La Paz”, en febrero de 1863, para combatir los decretos del General Mosquera, que declaraban moneda legal de obligatorio recibo los billetes de Tesorería, paréceme que alguna influencia tuvo en la sanción de la ley 28 de 19 de mayo de 1863, expedida por la Convención nacional, cuyo artículo 9º dice: “Los billetes de Tesorería no tendrán el carácter de moneda para el efecto de ser obligatorio su recibo en las contrataciones entre particulares quedando enteramente libre la circulación y el cambio”. (Nota del editor).

En uno de los últimos días del mes de junio de 1862, las gentes de la capital se agolpaban con ansia para leer un decreto del Gobierno, mandado fijar en grandes carteles, fulminando rayos y centellas contra los incrédulos que se resistieran a recibir los billetes de Tesorería como dinero sonante.

Excusado es decir que todo el mundo se reía de las excomuniones del decreto; que la sociedad continuó aquel día viviendo como había vivido desde la creación, cada cual de su trabajo o del trabajo ajeno, pero ninguno de la nada; que de todas las casas enviaron a comprar el pan nuestro de cada día con el dinero propio o con el del amigo; que muchos infelices empleados o pensionados no almorzaron hasta las doce, porque los billetes bajaron repentinamente 50% después de la publicación del decreto; y finalmente, que ninguno se sintió más inquieto que si hubiera leído un firman de la Sublime Puerta, previniendo que se respirara menos cantidad de azoe, porque el aire atmosférico estaba próximo a sufrir una descomposición universal.

Sin embargo, hubo un oficial de la guarnición de la plaza, que no pudiendo soportar la injusticia de verse él, vencedor en Campo-Amalia, calzado de alpargatas, a pesar de tener en su bolsillo muchos pesos fuertes de la moneda de papel de los Estados Unidos, se resolvió a abrirles paso con la punta de la espada.

Acertaba yo a pasar frente al taller de un excelente artesano, liberal exaltado y antiguo miembro de la sociedad democrática, cuando me detuvo el escándalo de la escena singular que allí ocurría. Un oficial, sostenido por cuatro carabineros, quería arrastrar por fuerza al pobre maestro, para llevarlo a la cárcel, de orden del Visitador fiscal, a quien se había puesto la queja por el delito de incredulidad.
Sí señor, el maestro no quería creer que los billetes de Tesorería contuvieran el 90% de plata fina, y se había resistido a vender unos botines al oficial por la moneda legal del Gobierno.

— ¡Ola, señor economista! me gritó, al verme; venga usted acá; yo lo tomo a usted por árbitro. Dígame usted si este papel es dinero; dígame usted si es corriente, si es justo que vengan a despojarme de una parte del valor de mi trabajo, a mí, pobre artesano, que perdí una pierna creyendo combatir en servicio del liberalismo el 4 de diciembre de 1854, y que así mutilado y arrastrándome me encerré el 25 de febrero en San Agustín, y combatí como todos en el puesto que me tocó.

A pesar de tan justas y sentidas reclamaciones, el oficial se llevó los botines por seis pesos en billetes, y el maestro tuvo, para no ir a la cárcel, que pagar veinte pesos de multa en pesos de plata.

—Cálmese usted, le dije, luego que se fueron los soldados: deme usted esos billetes; veremos si es posible extraerlos la parte metálica.

— ¿Luego estos papeles contienen efectivamente la sustancia preciosa que remueve todas las energías, despierta todos los instintos, y enciende todos los deseos? ¿Contendrán efectivamente plata estos papeles?

Y el maestro los examinaba con una atención devoradora.

—Nuestro amigo Ricardo de la Parra, le dije, estuvo en días pasados resolviendo el mismo problema. Vinieron a sus manos unos 300 pesos en billetes, y por poco pierde el juicio sin encontrar el reactivo que debía precipitar en sus bolsillos el oro de esos papeles.

—Pero hablando en serio, ¿cómo permiten ustedes que se consuman en silencio estas iniquidades, que se mantenga una trampa armada detrás de todo derecho legítimo, que se introduzca un nuevo elemento de desconfianza en la sociedad, que así amenaza el último óbolo de la propiedad del mendigo corno la fortuna del rico? Vamos: yo sé que ustedes tienen el valor vulgar del soldado, que se ponen delante de las balas cuando es necesario, pero carecen del valor civil del ciudadano.

— ¿Qué quiere usted? El Gobierno provisorio se ha puesto en rebelión contra la ciencia, y nadie dice una palabra porque es preciso, como observaba con sobra de talento el General Sucre soportar con paciencia las chocheras del Libertador.

—A propósito de ciencia, usted se referirá sin duda a eso que llaman economía política. ¿Podría usted decirme de qué trata esa ciencia? Cuando el General Mosquera, que sabe hasta teología, no ha querido estudiarla, nada de bueno tendrá; y si no me engaño, fue con esos mismos principios que ustedes nos arruinaron aboliendo los derechos restrictivos sobre el calzado y los vestidos extranjeros.

—Vamos por partes, mi querido maestro; si usted tiene un poco de paciencia, y si mi visita no perjudica a sus ocupaciones, prometo introducirle en cinco minutos toda la ciencia económica en la cabeza; enseñarle todo lo que saben Malthus, Smith, Say, Bastiat, Cobden y Rossi, y principalmente hacerlo a usted creyente y fervoroso devoto de la escuela.

— ¿A mí?

—A usted, mi querido maestro. Va usted a escandalizarse de la sencillez de la ciencia, y a renegar del mal gusto del Gobierno provisorio. La economía política es una ciencia experimental, como la física, como la química o la botánica; o para que usted me comprenda mejor, le diré que su estudio se asemeja al de la astronomía. El Sol, la Tierra, la Luna, las estrellas y todos esos cuerpos celestes que usted ve girar en la inmensidad del espacio, están sujetos a leyes menos infalibles tal vez, que las que rigen el curso de nuestros instintos, de nuestras pasiones, de nuestros móviles y de nuestras necesidades. El hombre tiene capacidad indefinida de recibir sensaciones: sobre el teclado de su delicada organización, por las extremidades de sus nervios y por la masa de su cerebro y de su sangre, puede recorrerse el ¡ay! del dolor o del placer en todos los tonos, desde los goces de la avaricia hasta las fruiciones del heroísmo y de la gloria; desde la venganza hasta el martirio; desde el hambre, el más vulgar de todos los dolores, hasta la locura de amor, el más espiritual de todos los placeres. Satisfacciones puramente físicas o sensuales, satisfacciones morales, y placeres de la inteligencia, dígame usted si este horizonte no es mil veces más extenso que el espacio en que giran los planetas. Pues bien: el hombre como el Sol en el mundo celeste, es el centro de atracción en el mundo económico y moral: él comunica la luz, la animación y la vida a cuanto le rodea; de él parten todos los esfuerzos; en él terminan también los placeres y el dolor; el medio en que está sumergido, la materia que lo rodea, es susceptible de asimilarse a sus necesidades; los deseos que lo estimulan son ilimitados e indefinidos; pero los obstáculos que tiene que vencer para satisfacerlos tampoco tienen término. Es decir que el hombre está fatalmente condenado a elegir entre males, —la privación o el trabajo. Trátase, pues, de saber cómo aprovechará mejor sus fuerzas musculares, su talento, en una palabra, su aptitud; cómo conseguirá mayor suma de satisfacciones por cada esfuerzo dado; cómo echará la carga pesada del trabajo sobre la naturaleza, sobre el vapor, la electricidad, la gravitación o el calórico, etc., en vez de llevarla sobre sus hombros; en fin, trátase de saber cómo conseguirá cada uno, con la misma suma de trabajo, la mayor cantidad posible de esta materia asimilada, vestidos, alimentos, libros, muebles, instrumentos, que se llama la riqueza. De esto se ocupa la economía política.

—No puedo negar que usted me interesa, aunque el problema de hacerse rico me parece difícil de resolver. Todavía me parece, sin embargo, más difícil el que usted cumpla su promesa de enseñarme esa ciencia en una lección, a menos que fuera usted capaz de insuflarme el odilio económico, como diría nuestro excelente amigo Parra.

—La economía política no promete la renovación del paraíso terrenal. El dolor entra fatal y necesariamente en la organización natural: no promete tampoco la igualdad absoluta, porque es una quimera y una injusticia; promete únicamente que viviendo bajo el amparo de sus leyes eternas, el mal tiende a extinguirse y el bien crece constantemente. Promete, en fin, que la recompensa de cada uno se aproximará más y más a la suma de constancia, de previsión, de energía y de aptitud que haya puesto en acción.

—Eso es bastante por sí solo: yo no aspiro a hacerme rico fabricando calzado; me contentaría con que se acabaran los petardistas y tramposos, y principalmente con que no me defraudaran la mitad de mi trabajo pagándome en billetes.

—Pues bien, le repito a usted que toda la ciencia económica, todo lo que pueden enseñar Say, Bastiat, Rossí, Chevalier y Cobden, se resume en tres grandes verdades de sentido común, a saber:
. Debe dejarse a cada uno en libertad para escoger su oficio, y que se ocupe en aquello para lo cual cree que ha recibido de Dios, directa o indirectamente, más ventajas naturales. ¿Qué dice usted de esto?

—Me parece una verdad trivial, y me admiro de que todos esos señores que usted nombra hayan empleado su vida en demostrar lo que todo el mundo comprende.

—2ª. Debe dejarse a cada uno en libertad para vender en el mercado del mundo, sus productos al que mejor se los pague.

—Usted se está burlando de mí. ¿Cómo puedo yo creer que la economía política, esa ciencia tan abstrusa y tan misteriosa, se resuelva en unas proposiciones que nadie contradice?

—Eso le parece a usted; y si no hubiera usted perdido una pierna, le propondría que se pusiera en camino, para ganar un premio de cien millones de pesos, amén de la inmortalidad, que tengo encargo de ofrecer al que haga adoptar estos principios a los Gobiernos ilustrados del mundo. La Inglaterra pagó a Cobden cien mil libras esterlinas por su trabajo de siete años, empleados en convencer a los nobles de que debían permitir a los pobres comprar el trigo de Turquía.
Y 3ª. Debe dejarse a todo el mundo en libertad para que compre lo que necesite a quien más barato se lo venda.

— ¿Y es este todo el secreto; a eso se reduce la ciencia?

—Ni una palabra más: le repito a usted que si quiere hacerse millonario, no tiene más trabajo que convencer a uno de los gobiernos de Europa, al Gobierno francés, por ejemplo, para que deje el paso libre a esas tres proposiciones. La Francia no sería menos generosa que la Inglaterra. Y usted mismo, usted, a quien estos principios parecen verdades triviales, usted no resiste el escalpelo en su propia carne: no hace un momento me reconvenía usted por haber contribuido a la rebaja de la tarifa.

—Todo eso será muy bueno, pero usted se ha olvidado de que yo no lo llamé para que me entretuviese con discursos de la Escuela republicana, sino para que me dijera si los billetes son o no dinero sonante. ¿En qué consiste que sólo aquí pasan las cosas al revés de lo que sucede en los países civilizados? Yo he oído decir que en Londres y en París todo el mundo compra y vende con unos papelitos iguales a los billetes, que se llaman notas de Banco, y que aun los prefieren al oro, porque son más fáciles de guardar y de trasportar. ¿Explíqueme usted en qué consiste esto? ¿Por qué no habríamos nosotros de fundar el mismo Sistema, que me parece muy cómodo y sobre todo muy barato? Razón y mucha tiene el General Mosquera en molestarse con los que a fuer de ignorantes no quieren recibir los billetes.

—Sí señor, no lo han engañado a usted: en Europa se compra y vende con unos papelitos iguales a los billetes de Tesorería; y si no me engaño los nuestros son de mejor papel y más elegantes: los de allá no tienen retratos ni grabados y dicen simplemente:
“Prometo pagar al portador, en el acto de su presentación, tantas libras esterlinas. — Firmado, el Gobernador del Banco de Inglaterra.”

—Entonces, ¿qué diferencia hay entre los billetes de Tesorería y las Notas del Banco de Inglaterra?

—Ninguna: que las de allá tienen en alguna parte una cantidad correspondiente en barras de oro y plata que está esperando a su dueño, y los de aquí andan buscando el tesoro y no lo encuentran jamás.

— ¿Es decir que esos billetes de Banco se pagan en dinero sonante?

—Precisamente: todos los días encuentra usted abiertas las oficinas del Banco, para cambiar por libras esterlinas, que es una moneda de oro de valor de 5 fuertes, los billetes que se presenten.

—Pero así ¿qué gracia tiene esa operación? Yo creía que los Bancos y los billetes eran el maná de la ciencia moderna, que eran un presente hecho a la humanidad para redimirla de la esclavitud del dinero; y si un banco no es otra cosa que lo que usted acaba de explicarme, yo me atrevería a ser banquero.

—Sí; teniendo los fondos es el oficio más sencillo y más cómodo del mundo.

— ¿Es decir que los tales billetes no son sino recibos por oro y plata en depósito?

—Exactamente, ha hablado usted como un sabio. Yo he visto en los sótanos del Banco de Inglaterra los millones de libras esterlinas que sirven de fiadores a los billetes que están en circulación.

—De todo esto concluyo que la idea del General Mosquera es en el fondo excelente: él quiere cambiar la pesada circulación metálica, por la leve y aérea circulación fiduciaria, que, según me ha explicado usted, es más cómoda, más económica y más rápida.

—Sí; excelente como puede ser la idea de construir un camino carretero al Magdalena, o una Penitenciaría; tan buena como el consejo que se da al que es pobre diciéndole: “hágase usted rico”, o al que está enfermo: “mejórese usted”.

—Pero entonces, nada me parece más sencillo que depositar en la Tesorería general los $500.000, valor de los billetes, y hacer con ellos lo que hace el Banco de Inglaterra en el ejemplo con que usted me ha ilustrado.

—Todavía no sería suficiente esa garantía.
— ¿Por qué no?

—En primer lugar usted se ha olvidado de que el Banco de Inglaterra, como lo sería un negociante en su caso, es al propio tiempo acreedor y deudor de los billetes que pone en circulación; los ha dado en préstamo, y no en pago, como la Tesorería general. Sucedería, pues, que el día en que se anunciara que estaban listos los $ 500.000 para cambiar los billetes, todo el mundo ocurriría con los suyos y quedaba terminada la operación. Y aun suponiendo que la Tesorería organizara un sistema permanente de cambio, que emitiera billetes al portador, admisibles como dinero en la totalidad de las rentas y contribuciones nacionales, y redimibles además en todas las oficinas de Hacienda, todavía así no podía crear el Gobierno, en estas circunstancias, un signo representativo, un medio circulante, sino un efecto de comercio, una buena mercancía de bolsa.

— ¿Qué quiere usted decir con esa palabrería? Explíquese usted en castellano.

—Digo que todavía con esos billetes no compraría su mujer, los huevos, la carne, el pan, las velas, el jabón, el chocolate, ni la manteca, ni yo el calzado que con tanto gusto me vende usted por mi dinero.

— ¿Por qué no?

—Porque faltaría la confianza que es todo el secreto de la circulación de las notas de Banco. Dígame maestro, ¿se iría usted con toda tranquilidad a hacer un viaje de seis meses a Ambalema, después de haber realizado su establecimiento por billetes de tesorería? Sin contar con las eventualidades de la guerra ¿no temería usted que el Gobierno faltara a sus promesas, que cercenara poco a poco el fondo de amortización, o que suspendiera la circulación de ellos seis veces en el curso de un año? Dígame, ¿vendió usted alguna vez sus botas por cupones de Renta sobre el Tesoro?

—No, señor, no conocí ese papel.

—Y sin embargo, aquí circuló por mucho tiempo a la par de la moneda de baja ley, y con un pequeño descuento sobre los fuertes; pero no penetró nunca en el mercado, porque además de que le faltaban las condiciones de un verdadero billete de Banco, el Gobierno de un país en revolución no puede aspirar a ser el cajero de la comunidad.

— ¿Es decir que el Gobierno provisorio no conseguirá, con toda su voluntad de hierro, aunque fulmine decreto sobre decreto, hacer pasar los billetes de Tesorería como dinero sonante?

—Nunca maestro: primero conseguiría detener el curso de los ríos o envenenar la masa del aire atmosférico, antes que introducir subrepticiamente una moneda falsa en el gran laboratorio de los cambios. No digo el Gobierno provisorio; ni el Autócrata de las Rusias; ni Rosas, cuyos agentes de policía pegaban con brea hirviendo, sobre la frente de las señoras que no las llevaban, las cintas oficiales de “¡Viva la Confederación Argentina, mueran los salvajes unitarios!”; ni el Gobierno de los Incas, el despotismo mejor organizado que haya existido jamás, donde la autoridad se encargaba de elegirle a uno su propia mujer, nadie sobre la tierra puede despotizar la conciencia ni el crédito; nadie puede reducir a los hombres a que consientan en engañarse sobre el precio de todas las cosas, sobre el valor de los innumerables servicios que cada uno ofrece y solicita diariamente en el gran mercado de la sociedad humana. La República francesa con su cortejo de mártires y de demonios, con su legión de filósofos, de demoledores y de héroes, que removió el mundo desde sus cimientos, que redujo a polvo los tronos de los reyes, que desafió a la Europa y encadenó a sus déspotas, que negó a Dios y se bastó a sí misma... no pudo meter en el bolsillo de los panaderos de París sus asignados.
Cuando la conversación, llegó a este punto, los ojos del maestro brillaban con un resplandor siniestro: se había levantado gradualmente sobre su pierna, sin servirse de las muletas: el entusiasmo y la admiración lo dominaban: poseía un grado superior de lucidez.

— ¿Cómo, me dijo, la libertad económica, el libre cambio, la soberanía del bolsillo, están fuera del alcance de la fuerza, y la libertad civil y política, la vida del hombre permanece aún bajo el hacha del verdugo? ¿Explíqueme usted este misterio; dígame usted en qué consiste que la solidaridad protege tan eficazmente los intereses económicos contra los atentados de la expoliación, y que esa misma solidaridad no defiende los derechos más sagrados del hombre contra la iniquidad y el despotismo? ¿Porqué no pueden los hombres aprovecharse del derecho legal de despojarse los unos a los otros con el papel-moneda, y sí han usado y usan todavía de la esclavitud; del duelo, de la guerra y del verdugo? ¿Por qué no se subleva la humanidad contra estas iniquidades, como se ha sublevado siempre contra los billetes de Tesorería?

—Por una razón que en mecánica sería contraproducente y que es lógica en moral: porque la cadena de la solidaridad tiene más anillos en el un caso que en el otro, y es por lo mismo más fuerte; porque el bien y el mal económicos obran sobre todos los hombres inmediata y poderosamente, y todos no son sensibles al bien inmaterial de la justicia.

—Pero el General Mosquera, que disputa sobre cánones con el mejor fraile, ¿ignorará estas cosas, desconocerá los principios más triviales de la economía política; y si él los desconoce, puede decirse lo mismo de su Secretario del Tesoro y Crédito nacional?

—Sí, señor, el General Mosquera afecta despreciar la ciencia: dice que es pura teoría y que él es hombre práctico.

— ¿Hay, pues, alguna diferencia entre los teóricos y los prácticos?

—Sí, una muy grande: que los teóricos descubren y formulan las verdades, y los prácticos las prueban. Así, el General Mosquera, hombre práctico, procede en sus negocios propios como los teóricos a quienes desprecia: sostiene que los billetes son dinero, pero manda cobrar un empréstito, y previene que se pague en pesos de plata.

— ¿Y sus secretarios piensan lo mismo?

—El General Mosquera tiene, como todos los hombres, los defectos de sus buenas cualidades: hombre superior, de ancho horizonte intelectual y de grandes ideas en casi todos los ramos de la administración pública, es hasta cierto punto incompetente para el análisis y para el desarrollo; pero él, como todos los hombres superiores, no puede consentir en que no sirve para algunas cosas, y no admite la colaboración de sus cuadjutores sino en calidad de instrumentos. Los hombres eminentes del partido liberal que han servido a su lado, han debido, pues, hacer en muchos casos el sacrificio de su amor propio, sin fijarse en las pequeñeces, por contribuir a la obra de los resultados finales.

— ¿Qué diría él si nos oyera?

—Nada maestro; estrujaría el Kepi, se rascaría la cabeza, se impacientaría, pero al fin la verdad lo hiere y concluye por poseerlo.

—Pero ¿no cree usted que estas discusiones son en extremo perjudiciales para el éxito de la lucha, que la censura nos debilita, y que aclara nuestras filas en vez de compactarlas?

—Por el contrario, maestro: la dignidad lejos de perjudicarnos bajo el punto de vista político, nos procura simpatías, y nos da cohesión y entusiasmo. Nuestros contrarios comprenderán lo que deben esperar de nosotros cuando termine la guerra, y el partido liberal que vive del entusiasmo, de la altivez y de la controversia; que no puede soportar ni accidentalmente el yugo del silencio; que se enciende de vergüenza y se cree deshonrado cuando calla; el partido liberal combatirá, mientras más suelto se sienta, con más brío contra el enemigo común. Además, el partido liberal juega con cuarenta cartas: tiene para todo el mundo: puede atender al frente, al centro, al flanco, atrás.

—Bueno; pero no olvide usted hacer publicar la lección que me ha dado sobre los billetes.

—Con mucho gusto, siempre que usted pague la impresión.

—Estamos convenidos, creo que hago un excelente negocio.

El maestro salió contentísimo acompañándome hasta la imprenta, y al tiempo de despedirse me preguntó:

—Puesto que el papel-moneda, sin lastre, no sirve sino para mantener la desconfianza y el alarma, para alimentar las especulaciones estériles sobre los fondos públicos y para hacer fácil, segura e impune la corrupción oficial, ¿qué pena merecerían los nuevos discípulos de Cagliostro que derrotados de la química se han pasado a las prensas litográficas para producir el oro?

—Con todas sus buenas intenciones, si el Dante viviera, habrían merecido el honor de que los colocara en su infierno, como a Felipe el Hermoso, por monederos falsos.

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