lunes, 5 de agosto de 2013

Anthony de Jasay: La violencia como enfermedad y como vacuna

La violencia como enfermedad y como vacuna
Anthony de  Jasay*
Original en inglés aquí
Traducción de Jaime Luis Zapata
Revisado por Jorge Eduardo Castro
Con el irresistible ascenso de lo políticamente correcto, el rechazo de toda violencia se ha vuelto casi absoluto. Los legisladores y los fabricantes de opinión dieron extraordinarios pasos para desincentivarla. Es justo decir, sin embargo, que el esfuerzo se dirigía hacia los defensores de la persona y la propiedad más bien que a sus atacantes. Lo políticamente correcto ha desincentivado que los individuos, actuando solos o en cooperación informal con sus pares y vecinos, disuadan la violencia mediante la amenaza de la violencia. Así, las reacciones espontáneas de la sociedad a los ataques al orden civil han sido refrenadas y la aplicación oficial del derecho es incapaz de hacer frente a las consecuencias.

Todo el que ha ido al cine sabe cómo era el Viejo Oeste. Era una tierra sin ley, donde las diligencias eran asaltadas, los rancheros peleaban unos contra otros por territorio, se robaban el ganado, aumentaba velozmente el número de reclamaciones sobre minas, y sobrevivía el pistolero más rápido, pero sólo hasta que se encontraba con uno más rápido todavía.

Todo historiador serio del Oeste americano en el siglo XIX ha hallado, y ha demostrado, que esta imagen no se encuentra ni siquiera a una distancia cercana de la realidad. Ciertamente, había un grado ostensible de violencia tanto en los territorios para el ganado como en las minas. Los ganaderos, a menudo ayudados por los vecinos sobre una base recíproca, usaban la fuerza contra los ladrones de ganado y de caballo, matando a algunos sin reclamárseles responsabilidad por ello. Las diligencias compraban un grado de seguridad contratando sus propios guardias armados. El gamberrismo se enfrentaba mediante la acción cívica y el crimen grave mediante movimientos de vigilantes.

Estas respuestas espontáneas, populares, a la debilidad del estado y su maquinaria de aplicación formal del derecho, eran suficientes para mantener un grado de seguridad personal y de respeto por la propiedad que muchas fuerzas policiales de hoy día podrían muy bien envidiar. Confiando en sí mismos, por falta de una superestructura jurídica en la cual confiar, los primeros colonizadores lograron ese resultado por medios que ahora se enfrentan a un rechazo moral unánime; a través de la violencia, "tomando la ley por sus propias manos".

Las cosas han progresado –o tal vez empeorado- bastante desde entonces. Las sociedades occidentales civilizadas ahora tienen un horror a la violencia mientras que, paradójicamente, no parecen generar menos, y de hecho generan probablemente más, que eras mucho menos delicadas. Sin embargo, mucho de esta violencia es de un tipo nuevo. El vandalismo sin sentido, alarmantes rabietas de adolescentes bastante crecidos, asesinatos por ira, terrorismo y protestas, que usan ambas la fuerza para golpear a un público que no es parte en la disputa, y crímenes altamente organizados a gran escala contra la propiedad privada, son usos de la violencia relativamente contemporáneos. Es difícil medir este tipo de cosas, pero si descartamos las grandes guerras y a los estados cuando masacran a sus propios súbditos, sí parece haber más violencia "privada" hoy que nunca antes. En términos de gasto en justicia penal y fuerzas policiales, también hay más esfuerzos dedicados a la aplicación de la ley que nunca antes. ¿No es éste un curioso resultado del proceso civilizatorio?

Por extraño que parezca, son nuestro propio horror y nuestro propio rechazo a la violencia los que tienen una gran parte de la culpa en su aumento. Como ilustra la historia del Salvaje Oeste americano, hay dos fuentes de violencia "privada". Una se ejerce en defensa de la persona y la propiedad y en general de un orden civil establecido. La otra es usada por los que atacan este orden -lo que el lenguaje jurídico acostumbraba denominar “malhechores" (incluyendo a los saboteadores y atormentadores de los profesores en las escuelas públicas).

Los antiguos reyes y príncipes, y posteriormente el estado moderno, siempre desincentivaron las reacciones espontáneas de la
sociedad civil en defensa de sus órdenes e intereses. Estas amenazaban la reclamación del estado sobre el monopolio de lo que encantadoramente se llamaba el uso "legítimo" de la fuerza, clasificando así su uso por individuos como ilegítimo. Se elevó una presunción moral y jurídica en contra de él. No podías ser "juez en tu propia causa" excepto en los casos de último recurso, prácticamente limitados a la legítima defensa, y sólo entonces si no se usaba más que una fuerza “razonable”. La violencia como sanción y como disuasorio fue reservada estrictamente para el estado como un monopolio legítimo. Sin embargo, algunas formas suaves de ella subsistían en la familia y en la escuela, pues nadie realmente creía que la crianza de los niños era mejor confiársela a la policía y a las cortes.

Con el irresistible ascenso de lo políticamente correcto, el rechazo de toda violencia se ha vuelto casi absoluto. Los legisladores y los fabricantes de opinión dieron extraordinarios pasos para desincentivarla. Es justo decir, sin embargo, que el esfuerzo se dirigía hacia los defensores de la persona y la propiedad más bien que a sus atacantes. La abolición de la pena de muerte y de los castigos corporales en general se volvió una causa sagrada. La protección al acusado sobre la base de los derechos humanos, tan encomiable como lo es en algunos aspectos, tuvo el efecto de hacer la justicia lenta, enredada en apelaciones sin fin, aunque es bien sabido que el efecto disuasorio del castigo yace menos en su severidad que en su velocidad. Por encima de todo, sin embargo, lo políticamente correcto ha desincentivado que los individuos, actuando solos o en cooperación informal con sus pares y vecinos, disuadan la violencia mediante la amenaza de la violencia.

Hoy en la gran mayoría de los países civilizados, si un dueño de casa escucha a un ladrón por la noche, baja las escalas y le dispara, va directamente a prisión y puede incluso tener que defenderse él mismo en una demanda civil iniciada por el ladrón. En vez de dispararle, primero debería haber evaluado sus intenciones, decirle que desistiera, y esperado lo mejor. El ladrón tiene una apuesta en doble sentido: si no es escuchado, hace el trabajo, y si es escuchado, puede o desistir o noquear al dueño de casa y entonces todavía hacer el trabajo. En ningún caso corre el riesgo de ser disparado. El robo se vuelve una opción mucho más segura.

Igualmente, si un estudiante busca ser el líder de la clase provocando irrespetuosamente al profesor, o sobornando y abusando de  los estudiantes más débiles, no corre el riesgo de una buena reprimenda. El profesor no debe tocarlo por miedo a perder su trabajo. A lo más que se arriesga es a la suspensión de la escuela por unos cuantos días –una recompensa más bien que un castigo. Cuando los residentes tratan de limpiar su calle atrapando a los traficantes de droga y rompiéndoles los brazos, o persiguen a una banda de jóvenes hacia las afueras y rompen algunas cuantas cabezas entretanto, se arriesgan a ser llevados a la corte por estos sufrimientos, y puede que no lo hagan por una segunda vez. “Déjelo a la policía”. Se le enseña enfáticamente al ciudadano y se le condiciona a ser un free rider, descargando algunos pesos de su propia espalda en el público contribuyente general. Pero algo de esta carga no puede depositarse en otras espaldas, la aplicación oficial del derecho manifiestamente no puede arreglárselas con ello.

No tiene mucha utilidad apretar las manos y decirnos los unos a los otros que nuestra civilización se está yendo bien empacada al infierno. Puede tener cierta utilidad, si bien modesta, el reflexionar sobre por qué estamos en este empaque y sobre si aún existe un camino para salir de él.

Las analogías no pueden probar una afirmación, pero pueden arrojar cierta luz sobre cierto problema. Si la sociedad fuera un cuerpo viviente, podríamos pensar en la violencia como una enfermedad. Siempre ha estado alrededor, y es endémica. El sistema inmune del cuerpo ha producido anticuerpos que continuamente la combaten y la mantienen reducido a un nivel tolerable. Las cosas están en equilibrio: dadas las circunstancias, podría ser peor pero no mejor. Obsérvese cuando alguna malentendida tendencia en salud atrapa la imaginación del público. En el nombre de erradicar la enfermedad completamente, permítase que los seguidores de la tendencia erradiquen los anticuerpos en cambio, y que pongan al sistema inmune fuera de funcionamiento. Las cosas empeorarán, pues la enfermedad ahora no está refrenada parte de las propias defensas del cuerpo, y necesita dosis cada vez más pesadas de medicina cada vez más inefectiva. Por otro lado, piénsese en infecciones menores, causadas por las impurezas de nuestros alrededores, como una vacuna que causa que el sistema inmune prepare las defensas contra una infección mayor. Esterilícense los alrededores, y las cosas empeorarán.

El reprimir las reacciones espontáneas y moderadamente violentas de la sociedad frente a ataques violentos en contra de su orden civil y sus intereses vitales, parece funcionar bastante en la misma manera como si se esterilizara al ambiente y se neutralizara al sistema inmune. Si esta es la forma en que la sociedad realmente funciona, estamos cometiendo un grave error al seguir la moda. Quizás los medios sensibles de superar la violencia rampante y maléfica es dejar que los dueños de casa les disparen a los ladrones, que los profesores azoten a los estudiantes y que los vigilantes con bates de béisbol rompan las cabezas de los abusivos, los vándalos y los destructores. Tal vez no hay otro camino.

*Anthony de Jasay (1925-2019) fue un filósofo y economista húngaro. En sus escritos criticaba la idea del estado limitado, el monopolio estatal de la fuerza, el socialismo y la democracia. En vez de ello proponía una anarquía ordenada basada en la interacción de las personas con base en el respeto de la propiedad privada. Su obra más conocida es El Estado: la lógica del poder político (1985).

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