viernes, 23 de agosto de 2013

Antonio José Iregui: El Estado liberal, el conservador y el socialista

El Estado liberal, el conservador y el socialista
Antonio José Iregui
Tomado de: El espíritu liberal contemporáneo y el mensaje a la Convención Nacional. Bogotá: Minerva, 1929, Pp. 52-5.
Texto completo aquí
Pequeña introducción:
En el proyecto de Libertad Radical 1863, que busca rescatar las acciones, obras y figuras que hacían realidael liberalismo clásico en Colombia, hemos dado con verdaderas joyas, como podrá ver el lector en entradas anteriores en este mismo blog. Antonio José Iregui es importante porque es uno de los últimos liberales radicales, y tuvo que tomar el lugar de la oposición frente al proyecto regeneracionista de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro.


El Estado socialista crea una entidad, como el Leviatán famoso. Devora, con la voracidad de Hegel y de Marx, el individuo y su propiedad. No concede más libertad que la de trabajar para la colmena estatista. Finca su ideal colmenar en reproducir la especie, estilo reina ápica, fecundada por afortunados zánganos voladores y gástricos, ineptos para bastarse a si mismos. La unidad de cambio es el bono de trabajo, hermano de la espórtula. Los que no tienen se imaginan adquirir lo que otros produzcan, por una especie de ensalmo, que abre el egocentrismo humano, para ponerlo al servicio de todos sin diferencias de méritos y aptitudes, que la naturaleza selecciona, torpemente, según los niveladores que enmiendan su obra.

El voto requiere capacidad para emitirlo, y de ahí el deber de no ignorar la que se va a hacer. El voto irrestricto es absurdo, porque confía al número, analfabeta en lo general, la dirección social. Esa demagogia no es la democracia liberal.

Son tres concepciones bien diferenciadas. El Estado liberal viene del pueblo, llega a la nación y se extiende por el servicio público, sacando de la esfera individual, no sólo lo que el individuo no puede realizar sino la que tiene carácter de servicio público. De ahí la municipalización del camino, el agua, la luz, la escuela, la seguridad, el orden. El Estado liberal confía al hombre los servicios que el individuo solo o asociado no puede realizar. Todavía tiene realidad aquello de que la casa del hombre es su fortaleza.

El individuo que el liberal respeta tiene intervinculaciones íntimas con los demás asociados, que se traducen por una solidaridad económica, política e internacional. La querella de si el derecho es subjetivo u objetivo, le parece deficiente, porque no hay hechos que puedan tenerse por exclusivamente subjetivos u objetivos, una vez que las cosas objetivas carecen de realidad para el yo si no se representan por la idea. Igualmente es incompleta la tesis de los derechos sin deberes, o que no hay sino deberes, a sólo derechos. La verdad es que el derecho no existe sin el deber de respetarlo, y que el deber tampoco es un imperativo categórico sin el derecho que cada individuo tiene a ser respetado en la integridad personal de su vida y bienes.

De estos postulados se desprenden muy importantes conclusiones. El Estado no es una providencia, ni agente de ninguna divinidad. Su origen radica en la sociedad misma, como el lenguaje y la ley. El llamado derecho divino es el título de propiedad del Estado, que pretenden tener los reyes y los cleros, para mandar a los demás hombres como sus vasallos y fieles. El Estado liberal no pretende ser puntal de ningún Dios, para refrendar con vanas metafísicas usurpaciones de hecho. Su modesta función se reduce a ser servidor público, no amo de nadie, ni agente divino, ni instrumento de dominación castocrática, de arriba o de abajo. Porque hay castas altas y castas bajas, cuando se arrogan exclusivamente el derecho de dominar y mandar a los demás, en nombre de lo práctico, lo nuevo, lo viejo o la divino.

El Estado liberal descansa sobre la capacidad y la dignidad de cada cual, o señorío de sí mismo. De ahí que la frase sufragio universal debe tomarse a beneficio de inventario. Es análoga a aquello de que el sol nace y de que el amor reside en el corazón. Este órgano no tiene la capacidad de formar representaciones de ninguna especie, ya sean sentimientos o pensamientos, función que corresponde al cerebro. El voto requiere capacidad para emitirlo, y de ahí el deber de no ignorar la que se va a hacer. El voto irrestricto es absurdo, porque confía al número, analfabeta en lo general, la dirección social. Esa demagogia no es la democracia liberal. Tampoco pueden ejercer el sufragio los que carecen de voluntad para ejercerlo, por idiotez, prisión, secta o cuartel. Estas condiciones incapacitan al individuo para regirse por sí mismo, porque carece de voluntad propia. Por esto, el espíritu de partido, que es ciego, y el sectario, que es carneril, no deben dirigir los comicios públicos. ¿Quién debe regirlos? El espíritu nacional que inviste al ciudadano del deber de construir el Estado. El voto es función cívica, como derecho y deber político. La propiedad, sillar del Estado, es una función individual y social a la vez, porque naciendo del esfuerzo individual, la división del trabajo la particulariza, para promover el bienestar general con el cambio recíproco de bienes y de servicios. Estas sencillas verdades no envejecen ni caducan.

El Estado conservador presume de origen divino y providencial, porque postula que toda autoridad viene de Dios. Fórmula gratuita de los De Maistre y Bonald, a base de casta o secta. ¿Quién les dio esa ejecutoria de mando? ¿Cuándo, dónde, cómo? La tradición no, porque falta el derecho de dominio original que en ninguna dinastía se topa. El Estado del Rey Sol, por ejemplo, deriva de la usurpación de Pepino el Breve, consagrada por óleos pontificios, en cambio de donaciones temporales. Lo mismo hoy que ayer con los Mussolinis. La hegemonía conservadora en Colombia es de pseudo-linaje dinástico, y su señorío de la misma estirpe providencial que el ejercido por el jinete sobre su caballo. Ante la llamada soberanía popular, impuesta por la revolución, los conservadores transan su derecho divino con la soberanía de la nación, subrayando -eso sí- que el Estado y la nación son ellos. "La república somos nosotros", dicen antes y después de Motta y de Restrepo el de Manizales.

El Estado socialista crea una entidad, como el Leviatán famoso. Devora, con la voracidad de Hegel y de Marx, el individuo y su propiedad. No concede más libertad que la de trabajar para la colmena estatista. Finca su ideal colmenar en reproducir la especie, estilo reina ápica, fecundada por afortunados zánganos voladores y gástricos, ineptos para bastarse a si mismos. La unidad de cambio es el bono de trabajo, hermano de la espórtula. Los que no tienen se imaginan adquirir lo que otros produzcan, por una especie de ensalmo, que abre el egocentrismo humano, para ponerlo al servicio de todos sin diferencias de méritos y aptitudes, que la naturaleza selecciona, torpemente, según los niveladores que enmiendan su obra.

¿En esta confusión de apetitos gregarios o colectivos, y esa regresión al patriarca de tribu y al sátrapa hegemónico, qué diferencia hay? Lo uno vale tanto como lo otro. Ambos abrogan el hombre, eliminan el individuo y el ciudadano de derechos y deberes solidarios, que es la unidad fundamental del Estado, según la doctrina liberal.

1 comentario:

  1. Muy interesante lo que comentas, mi estimado. Sinceramente nunca había escuchado hablar de Antonio José Iregui, pero sí de otros grandes "revolucionarios", que seamos sinceros, tienen la misma idea pero con distintos nombres, no? A veces esta gente es un bien de la sociedad, son aquellos que ayudan a abrirle los ojos a mucha gente. En otras palabras, para mi siempre fueron aquellos que dieron el puntapié inicial, el resto lo hace la gente misma.

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